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Balada de un hombre muerto



¡Más quisiera yo haber sido atravesado por un 45! Probar en una oscura esquina de tugurio la amarga hiel de Mariona Bonetti, con tal de estar a menos de un metro de su anatomía. Emular el andar pausado y seguro de Calvin Moran, mientras fuma, sombrero de soslayo, su Gitanes sin filtro. Poseer siquiera un gramo de la astucia de Samuel Espadas, y saber, sin apenas mirar la escena del crimen, el nombre del asesino. Haber leído a Kafka, y no estas novelas de papel amarillento que compro al peso cada vez que paso por el bar Cobo, camino de Valdepeñas. 

¡Más quisiera yo haber tenido una muerte de cine! Merecer el calibre a causa de una mujer que congele el iris con solo mirarla. En cambio, un hombre como yo tiene el final que esperaba. Podría haber sido peor, podría haberme dormido en una curva y morir al instante, o abrasado, o ahogado entre cascotes. Pero no, quiso el azar que fuera allí, en una sucia habitación de tres por cinco, con bidé y cama, una habitación de club de alterne, en el kilómetro tres, a la altura de La Carolina. Un lugar en ninguna parte, donde solo paran quienes nada desean, salvo unos minutos de placer comprado, y olvidan que solo son perros vagabundeando, motas que un viento peregrino mueven y hacen desaparecer al instante. Y quiso también el azar que fuera ella, una puta de diez euros quien cerrara capítulo, no una femme fatale elegante, de voz que susurra y boca que condena. No lo vi venir. Nadie lo hubiera visto. ¿Quién espera que en plena faena, con la polla a punto de reventar, te rebanen el cuello como quien pela una sandía? Al menos la última imagen antes de ahogarme en mi sangre fueron dos tetas, operadas, sí, pero redondas, inabarcables, más que suficientes para un camionero acostumbrado hace tiempo a creer que tres cubatas al día y un polvo cada semana son el paraíso.

Quizá hubiera sido mejor decirle a la vejiga que aguantara, que no entrara en aquellos lavabos de gasolinera, que no eligiera el váter estropeado, que no mirara dentro del tanque, que no hubiera encontrado aquel paquete, que lo hubiese dejado allí. Pero no, tuviste que llevártelo, maldito imbécil, tuviste que coger la puta droga. Dejaste que te vieran, que siguieran tu rastro hasta el club Pleasure. Que el destino multiplicara su desdén y quisiera que aquel lugar perteneciese precisamente a los dueños del paquete. Y para colmo, tuviste que beberte todo un puto lago de ron con Coca-Cola antes de subir a aquella habitación con la primera puta que te ofrecieron. Paola, se llamaba. Muy delgada para tanta teta, muy zorra para tan poca edad. Ni siquiera se prestó a chuparme la polla. Mucha prisa tenía por rebanarme. Al menos me voy de este mundo como vine, dentro de un coño mullido y caliente. 

Me gusta pensar que sonreía mientras Paola hacía su trabajo, que al menos mereció el precio del trayecto, que el goce de un instante justifica la putada de morir de esta forma. Que quizá, visto desde fuera, sobre el papel amarillento de mis novelas preferidas, al menos parezco -aquí, sobre estas sábanas sudadas, potro a lomos de su matarife- uno de sus personajes, tocado por la mala suerte, cuyo idea de felicidad se resume en echar un buen polvo y apuntar bien con su 45. 

Ustedes dirán, si es que hay alguien ahí que puede oir mi historia, que quiera contarla, quizá escribirla. Un día, con suerte, puede que aparezca en el bar Cobo, vendida al peso junto a otras, para que otro infeliz borracho sueñe estar vivo al menos mientras lee. 

Comentarios

  1. Un final de serie realmente de lujo, Chapeau, Raymond. Verdadera inspiración negra, negra del todo. No volveré a parar en el bar Cobo.

    AG

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  2. De Manhattan a la Carolina. Del Bronx a Despeñaperros. De Premio Nobel a ventero de carretera y queso manchego road. Un giro copernicano "à la recherche" de Francisco García Pavón. Ya veo a Plinio entrando en el bar Cobo y preguntando por el camionero de marras. Y las moscas revoloteando.

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