La empresa nos anunció las jornadas de
trabajo hace ya varios meses, con la más que evidente exigencia de que teníamos
que asistir: era una inmejorable oportunidad de promoción, una interesantísima
ocasión de aprender nuevas técnicas de expansión, los tiempos no estaban para
perder competitividad y bla, bla, bla… Entre nosotros, los trabajadores, no
había ni tantas expectativas, ni tanta ilusión, ni tanto entusiasmo. ¿Cómo
confiar en una empresa que estaba despidiendo a miles de compañeros de toda la
vida y sembrando tragedias familiares en medio mundo, pese a los enormes
beneficios del balance anual? Sólo algunos ingenuos se habían creído a pies
juntillas lo que la propaganda oficial de la multinacional iba soltando y
hacían pública profesión de fe en la formación. En algún caso, sólo si había
algún jefe en las inmediaciones, lo que nos sonaba a asqueroso pelotilleo
difícil de aceptar.
Por
eso, lo que verdaderamente llegó a ser determinante fue que Tuñón, el de
Recursos Humanos, nos lo explicó con la máxima claridad hace tres días:
-Dos opciones –nos decía mientras ponía los
dedos índice y corazón en uve-. Sólo tenéis estas dos opciones: o vais a las
jornadas o vais a las jornadas. Otras excusas serán automáticamente desestimadas.
Además, se os considerará desafectos a la causa y no están los tiempos para
esas contingencias –añadía con su risilla más cínica.
Otra cosa hubiera sido que Túñón fuera
solamente Tuñón, el mediocre compañero de tanto tiempo, pero había dejado de
serlo cuando hace tres años voló a Hong Kong con varios ejecutivos y volvió
hecho un dios que podía decidir sobre las vidas de varias decenas de miles de
personas en Europa. En secreto, lo ridiculizábamos con una jaculatoria que
algunos decíamos ante sus exigencias: ¡Palabra de Tuñón, te alabamos, cabrón!
Para mí, este viaje ha llegado en el peor momento,
cuando tengo con Concha una bronca de padre y muy señor mío, cuando estoy por
tirar la toalla, cuando tendría que haberme quedado con ella y tratar de
solucionar las cosas en vez de salir pitando para esta ciudad de provincias adonde
los jefes han tenido la ocurrencia de traernos, sin saber muy bien por qué aquí
y no en cualquier otro lugar. No me importa absolutamente nada lo que se me va
a contar durante estos dos días, sabiendo que Concha sacará las conclusiones
que más me perjudiquen sobre este viaje, sobre esta ausencia que le va a sonar
a oportuna huida. Pero Tuñón no sabe de eso. Dos opciones: o vais… o vais, que
lo dijo bien claro. Y aquí estamos, unos ciento cuarenta, sin contar a los
jefes, todos en el mismo hotel, contratado por la empresa.
Nos hemos conocido en persona esta misma
mañana, conforme hemos ido llegando. Cada vez que entraba el grupo de alguna delegación,
el recepcionista los hacía pasar a la cafetería. La gente entraba con cara de
despiste, sintiéndose observados, hasta que se producían los saludos y presentaciones.
En algunos casos, llevamos varios años intercambiándonos cartas, correos,
faxes, facturas y pedidos o llamadas telefónicas y sólo ahora hemos podido
ponernos caras unos a otros.
Algunas chicas tienen un buen cuerpo. Otras
visten con una clase bárbara. En otros casos, me ha llamado la atención el
portátil o los zapatos o tal vez el reloj de alguien, en vez de sus facciones.
En el caso de ella, han sido sus ojos. Nunca he visto una mirada tan clara y
misteriosa. Esos ojos me han cautivado. Sé que en un momento dado levantó el
brazo y se le concedió la palabra. Habló de análisis de perspectivas
empresariales o algo parecido. También recuerdo que se levantó a por algo que
había en el bolsillo de su chaqueta, colgada en un perchero situado apenas un
par de metros detrás del lugar donde estaba. Todos nos la comimos con los ojos.
Las chicas, por esa irreprimible sed de evaluar y comparar; nosotros, porque va
en nuestra naturaleza devorar con la vista un cuerpo joven de mujer, aprehender
sus formas, su ropa, su mirada, su pelo…
Me resultó elegante, atractiva, muy
deseable. Pensé que tenía que ser una mujer fogosa a la hora de la cama. No
pude evitar pensar en la rutina en que mi mujer ha convertido nuestra aburrida
vida sexual. En cambio ésta tenía un cuerpazo y además estaban esos ojos… Su mirada
era un imán que atraía las nuestras. Por lo menos, la mía. Daba la sensación de
que conocía ese efecto magnético y que lo dominaba y explotaba con calculada
frialdad.
Esos ojos me han tenido embobado todo el día
y casi no me he enterado de nada de lo que se ha debatido, y eso que mi
intervención iba a llegar inmediatamente. Yo podía meter la pata, decir alguna
idea repetida o, lo que sería peor, que ya hubiera sido desestimada… pero sus
ojos hacían que me dieran igual el contenido de la reunión empresarial, los
reproches de mi mujer o el curso de los astros. No podía sustraerme al influjo de
esa mirada, que yo escrutaba tratando de encontrar el fondo de un alma que, sin
duda, escondía cosas muy especiales.
Los ojos de Audrey Tatou en un fotograma de Amelie
Confieso que me siento un voyeur y que soy incapaz de resistir el impulso de analizar miradas. Continuamente me cruzo con gente por la calle, en el autobús, en la oficina o el supermercado… y siempre miro sus rasgos, el fondo de sus ojos, sus miradas, tratando de averiguar qué hay en cada persona, qué elementos, gozosos o trágicos, esconde cada biografía. Tal vez este afán sea puro erotismo, entendido el término en su sentido psicoanalítico: acercarme, integrarme con las personas a las que observo. Poseerlas a través de lo que voy descubriendo en sus miradas: el estigma de una tragedia dolorosa, la presencia camuflada del vicio más inconfesable, la satisfacción de la pareja que viene de amarse… Hay gente que se muere por desnudar, sobar, tocar, morder… a la persona con quien se cruza. Son quienes tratan de poseer un cuerpo, una necesidad que ciertamente resulta muy gratificante, pero que no sobrepasa la limitada esfera de lo biológico. Yo aspiro a otro tipo de posesión: desnudar el alma y saber sus pulsiones a través de la mirada, de los ojos.
Era justamente lo que estaba haciendo con
esa mujer, cuando me ha llegado el turno de intervenir. Creo que he estado
discreto, una ponencia anodina, desganada, mediocre, sin pena ni gloria. Me
confieso incapaz de decir qué efecto he causado en mis compañeros y en mis
jefes. Los gestos, desde luego, denotaban una neutralidad llena de frialdad,
pero es que todo eso había dejado de preocuparme, todo me daba igual, ya que
sólo me interesaban esos ojos.
Al anochecer, han terminado las sesiones y
la gente se ha dispersado hacia sus habitaciones o el bar. La cena venía
enseguida y había quien estaba haciendo planes para una salida nocturna por la
ciudad, para salir a estirar las piernas
e ir de copas. Yo sólo esperaba que ella apareciera para volver a ver aquellos
ojos y la magia de su mirada. Me observaba a mí mismo: me veía como un
adolescente obsesionado, un crío arbitrariamente encaprichado con un juguete
ajeno, un niñato demente transformado por una obsesión.
Me sentí culpable. Pensé en mi mujer, a la
que debía haber llamado y no lo había hecho porque me pareció una pérdida de
tiempo. Llamarla no iba a cambiar en nada la inmensa distancia que nos separa y
yo sólo estaba preocupado por esa mujer y sus ojos…
No apareció en el vestíbulo, ni la vi en el
salón de televisión, ni en la cafetería, ni en el comedor. Llegué a pensar,
lleno de odio y envidia, que estaría en los brazos de algún jefe, haciendo méritos ante uno de los ejecutivos para
asegurarse su futuro profesional… La odié y me odié. Odié al mundo entero, con
esos súbitos odios de chico de quince años.
Me senté a la mesa en un comedor desierto y
tenía tal irritación que incluso me puse grosero con uno de los camareros,
hasta el punto de que vino el maître
a ver qué me pasaba. Todo me parecía triste y desierto sin aquellos ojos. Dejé
intacta la comida y de nuevo el maître
se dirigió a mí para preguntar si es que había algún problema. Tuve que pedir
disculpas e inventar un pretexto. Me vi a mí mismo irreconocible, culpable,
hecho un personaje de vodevil, arbitrario e idiota.
Avergonzado, subí a mi dormitorio. No me
apetecía llamar a mi mujer y a mis hijas, ni ver la televisión, ni leer. Sabía
que iba a sentir algo de inconfesable vergüenza al hablar con mi familia. Me
puse el pijama y empecé a hojear el periódico, tal vez me distrajera con el
sudoku… pero apenas comprendía nada de lo que leía mecánicamente, ni conseguía
encontrar la casilla de un solo número de aquella absurda cuadrícula. El deseo
nunca deja espacio a lo racional y yo la deseaba: me la figuraba abrazándome en
la cercanía de su mirada, intensa y cálida. La pensaba en su caliente desnudez,
en el beso y la entrega, en el abandono de todo pudor o convención. Unos ojos
hermosos y una entrega sin condiciones… Mi respiración era agitada y sentía el
pulso estallar en mis sienes mientras mi imaginación la gozaba… y fue entonces
cuando sonaron unos tímidos golpes. Abrí con fastidio y me encontré con ella,
revestida de una elegante bata de casa llena de flores azules. Calzaba unas
zapatillas que le restaban por lo menos cinco centímetros al cuerpo sobre
tacones de la mañana… A escasos centímetros de distancia era tan distinta…
Venía porque había olvidado el cargador del
móvil y quería comprobar si el mío podía servirle. Pensé si eso podía ser un
pretexto para intentar un acercamiento, un truco para ligar, pero la miré. Miré
su cuerpo, insinuado bajo la bata, su pecho, y me guardé para el final el
momento de sus ojos. Su mirada, esa mirada que me había enamorado como si tuviera
quince años, llenos de acné en el alma y espinillas en el deseo, me permitiría
saber si en el fondo de su alma también había un deseo inexplicable, como el
mío.
Sus ojos aparecieron ocultos tras unas
gruesas gafas y su mirada, ahora sin magia alguna, sólo era la expresión de
alguien con muchos años de miopía. ¡Adiós al misterio de su mirada! La belleza
de sus ojos se me cayó al suelo, junto con el deseo, haciéndose añicos. Le
pregunté:
-¿Miopía?
-Sí, y un poco de astigmatismo.
-Ah, como mi hija la pequeña.
Le enseñé el cargador, que no le servía, me
dio las gracias, se despidió y dio la vuelta para meterse de nuevo en el
dormitorio de enfrente. Yo cerré mi puerta y me senté en la cama para hablar
con mi mujer y mis hijas.
Genial, querido Alberto. El discreto encanto de la miopía convierte en magia la mirada. Luego las gafas, la bata, las zapatillas...Ni un huérfano zapato de cristal para mantener el hechizo. Aunque también habría podido suceder lo contrario: Hay gafas y gafas.
ResponderEliminarUnas gafas son más que suficientes para eliminar el velo de la fascinación, para profanar el templo sagrado de la imaginación. En cualquier caso, tu personaje buscaba aliviar su hastío cotidiano y no tanto acometer sin más prospecciones de fluidos. Quizá fue el exceso de imaginación lo que provocó su desencanto.
ResponderEliminarPor cierto, la descripción de su devenir en la empresa me recordó a esas comedias francesas de situación, con escenas de desencuentros hilarantes entre jefes y empleados, chistes de oficina y demás mitologías del género.
Llego a dos conclusiones: hay miradas engañosas y ¡cuidado con lo que deseas!
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