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Los cuentos del amor sideral




I
Las realidades improbables son las más disfrutables, pero siempre tiene que haber una brizna de verosimilitud. Se trata de que la cosa impostada, la que se impone a lo real, no malogre la posibilidad de que la trama se desbarate al deslizar un elemento fantástico, un recurso narrativo que luego sea incómodo y sobre el que penda toda el equilibrio de la mentira. Porque siempre andamos mintiendo. Incluso cuando decimos la verdad, en el momento en que relatamos prolijamente lo que pasó, sin el concurso de la ficción, estamos incurriendo en una falsedad o estamos manipulando lo que sabemos, tal vez inconscientemente, pero al final lo que cuenta es lo que se lee o lo que se cuenta, de modo que no hay manera de que algo sea escrito o sea contado, siempre está ahí la invención, contaminándolo todo. Por eso las realidades probables, las que podemos reconocer inmediatamente, por familiares, por íntimas incluso, no son las que más convienen. Hace falta mentir.

No decir: me llamo Emilio Calvo de Mora Villar, nací en 1966 en Córdoba, no tengo hermanos, mis padres están bien de salud todavía, tengo una mujer y dos hijos, trabajo como maestro de inglés, tengo un blog, bebo cerveza, escucho jazz, veo cine negro, leo poesía, me dejo la barba antes de navidad y me pelo al cero en verano, no tengo perro, leo la prensa a diario, adoro las barras de los bares, me pierdo en el campo, sé apreciar el talento ajeno, procuro afinar el mío, sostengo la idea de que no hay otra vida después de ésta, cuido a mis amigos y dejo que me cuiden también, no conduzco, nunca he hecho deporte alegremente, jamás he montado a caballo, sufro con el mal que devasta al mundo, fumo medio paquete a la semana, no sé usar un taladro, nunca me ha preocupado la bolsa, creo en la política a pesar de todo, me gusta escribir en los bares. No decir nada de esto. Ni dónde naciste ni si te gustan las mujeres que leen a Kavafis. Estar en el mundo sin que nada tuyo sea relevante ni haga que los demás te observen o te traten o te juzguen conforme a eso que saben. Estaría bien que nos andásemos descubriendo a diario. Hemos perdido la conquista de los otros. Sabemos que tenemos una mujer o un marido, padres, hijos, amigos, compañeros de trabajo, compadres de farra o esos conocidos, de los que nada sabemos, con los que nos cruzamos todos los días, yendo o viniendo a la escuela, saliendo del supermercado o tirando la basura en los contenedores. Pero no podemos dejar de ser lo que somos. Yo soy para muchos el que escribe en un blog o el que enseña inglés o el que habla con entusiasmo del cine que ha visto, de la música que ha escuchado o de los libros que ha leído. Luego está el otro, el de adentro, el que anda emboscado en otros asuntos. Uno que miente con absoluta convicción. A fuerza de escribir tanto, de contar lo que no existe, se tiene cierta inclinación a mentir. El otro día me descubrí en un desliz que no era tal. Dije algo que no era cierto. Supongo que no seré el único. Era la realidad improbable venciendo a la previsible. Era la ficción con su vértigo y con su fiebre apartando fieramente a la realidad. Era el deseo como un caos ganando terreno a las evidencias. No es grave mentir. Lo es si uno lo hace porque no tiene nada mejor con lo que recabar la atención de los demás. En ese sentido, la literatura es una enorme mentira. Es lo improbable sobre lo fehaciente, pero siempre tiene que haber una brizna de veracidad. Se trata de que el engaño no sea tan enorme que invalide todo lo demás y no deje que la trama avance y los detalles, que son los importantes, lo que luego trasciende cuando la lectura ha terminado, prosperen. De todo lo que leemos solo nos quedamos con detalles, con escenas sueltas de un todo que se va perdiendo irremediablemente. Quedan palabras sueltas incluso, diálogos no siempre bien hilvanados. Y el ingenio recurre a la invención para completar las partes dañadas. Lo que no recordamos se cubre con lo que incorporamos para que no se vea el roto.

No debería decirse: me llamo Juan Alberto Pérez Huertas, nací en 1976 en Toledo, tengo cuatro hermanos, mis padres murieron no hace mucho, los mató el cáncer, primero uno y luego al otro, mi mujer me dejó por esa época, ahora anda con un instructor de yoga al que saca veinte años, tengo un hijo, está metido en cosas que no entiendo, me habla poco y a veces me habla mal, suelo salir de paseo al campo, paseo y pienso, casi nunca llego a ninguna conclusión satisfactoria, luego cojo el coche y vuelvo a la ciudad, me paro en un estación de servicio, me tomó un café bien cargado y leo la prensa deportiva, Cristiano Ronaldo es un crack, el hijo de la gran puta, es un profesional como pocos, se cuida mucho y luego eso se nota en el campo, yo no me cuido, hace mucho que no me cuido, en realidad no me hace falta cuidarme, trabajo en una oficina, estoy sentado frente a un ordenador diez horas al día, como en treinta minutos, el bar de comidas caseras es limpio y no es caro, allí conocí a Mónica, me habla con afecto, me mima en cierto sentido, cuando me sirve el postre me dice siempre algo que no tendría que decirme, me cuenta que está sola, que su pareja va y viene, no tiene padres, murieron de cáncer también, deberíamos vivir en un mundo sin enfermedades, le digo, pero no me escucha, hace falta algo más para que se fije en mí, debo tener una cara muy triste, yo siempre tengo la cara triste, Juan Alberto Pérez Huertas, el triste, el que no tiene esposa, el que vive solo, ahora no me preocupa tanto, pero cuando Verónica se fue entré en una depresión severa, no comía, no adecentaba la casa, no cuidaba mi higiene, me llamaron la atención en la empresa, Alberto, hueles como un cochino, tómate mañana el día libre y ven el martes como dios manda, te la juegas, no está la cosa para rollos depresivos, a todo el mundo le deja la mujer o el marido o se le mueren de cáncer los padres o se enamoran de la chica que le pone los postres en un bar de comidas caseras, son cosas que pasan, el mundo gira, el mundo siempre está girando, no nos mira ni a ti ni a mí, va a lo suyo, mueren reyes y nacen putas, dios está arriba, vigilando a su manera, el cabrón vigila de pena, deberíamos hacer un club de ateos, no como los que suele haber, el nuestro sería un club reivindicativo, ojalá dios existiese y fuese bueno y nos librara de indeseables y de cazurros y de gente pendenciera, viviríamos de puta madre, Juan Alberto, tú no estarías hecho polvo por lo de Verónica, tu hijo no estaría por ahí, perdido, haciendo la revolución con el dinero de su padre, empastillado, no me miras mal, es que lo vi el otro día y tenía una pinta muy extraña, andaba con otros que no iban mejores, no sé en qué anda metido, pero yo debo contártelo, Juan Alberto, por eso es mejor que mañana no vengas, te quedas en casa, ordenas tu cabeza, arreglas el piso, limpias los platos, seguro que tienes la cocina hecha un desastre, cuando mi mujer se fue con su hermana a un viaje a Santo Domingo y yo tuve que quedarme de Rodríguez viví todo eso que dices, me entra una depre severa, no sabía qué hacer, no tenía nada en el frigorífico, le dije que no se preocupara, que se fuese y disfrutase, yo me apañaría en el comedor de la empresa, pero luego me arrepentí, es muy triste comer solo, en un bar, en un comedor de una empresa, te pregunta todo el mundo, qué te pasa, Andrés, por qué comes aquí, tú nunca comes en la empresa, y debes contarles que tu mujer y su hermana se han ido a Santo Domingo, ya sabes, te dicen que a qué han ido, que si los chorbos en el Caribe la tienen así de grande, todo es muy patético, triste y patético, lo mejor es quedarse en casa, no tener que escuchar a nadie, pones la televisión y ves las noticias, los muertos de los terremotos y los parados del gobierno, los goles de Cristiano Ronaldo y la últimas películas que puedes descargarte con el torrent, puedes dormir en el sillón, ya recogerás los platos, esta noche los recojo, esta noche seguro, pero los días van pasando y se va acumulando el trabajo que no has hecho, y un día volvió Ana María con su hermana, abrió la puerta y me vio con barba de una semana, oliendo a cochino, el piso era un desastre, no te puedes ni imaginar, botellas de vodka, bolsas de doritos, latas de cerveza, Diogenes estaría contento conmigo, me dio un ultimátum, dijo que se iba al Zara a comprar unos trapos, que en tres horas estaba de vuelta y quería verlo todo como los mismos chorros del oro, así que dejó la maleta en la entrada y cogió el ascensor a la cochera, se montó en el bmw y tiró de american express un poquito más, las mujeres son adorables, Juan Alberto, pero tienen esas cosas, mandan, mandan y mandan, no hay manera de que no manden, incluso cuando no mandan, cuando parecen que están atentas a nuestras cosas y se avienen a lo que decimos, están mandando, mandan sibilinamente, deberían dedicarse a escribir y dar rienda suelta a esa manera de mandar, a los personajes se les manda bien, uno hace con ellos lo que quiere, los lleva a callejones oscuros, hace que los maten o que los hieran muy gravemente, si uno es bueno, todos los escritores son buenos en el fondo, no buscan el mal asi como así, buscan un mal suavizado, el que admiten hacia sus adentros, leí una vez una novela en la que el autor mataba al protagonista en la segunda página, pero se tiraba las otras doscientas contando la historia del muerto, dónde nació, qué le hizo delinquir, cómo birlaba a la ley, en fin, tú ya sabes, bueno, creo que mañana no vienes, Juan Alberto, te tomas el día libre, vendrás mejor, no lo dudes, sé de lo que hablo, llama a Mónica, la de los postres, dile que la invitas a un té en casa, antes de eso la limpias un poquito, que no sepa a la primera que eres un auténtico cerdo, eso debe descubrirlo después de que te la hayas tirado, ya sabes, tienes que decirme si está buena Mónica, a mí me gustan entradas en carnes, con buenas ubres, que haya donde perder las manos, ay, Juan Alberto, vamos a dejar de hablar, que me estoy poniendo como un toro, lo dicho, nos vemos, tú hazme caso.

En lo que no es cierto hay más verdad incluso. En la ficción está el mecanismo que hace que la verdad se sostenga y tenga sus predicamentos sociales. No hacemos caso de quien miente, no le aceptamos en nuestro círculo de amigos, no le confiamos nuestras cosas ni le pedimos que nos aconseje cuando tenemos un problema. Al que miente se le aparta. Es el apestado, el que hiere, el que no merece ninguna atención ni aprecio, pero en cambio buscamos a los apestados en las historias que leemos. No queremos gente como Emilio Calvo de Mora Villar, tan previsible en todo, que profesa aficiones compartidos por tantos y que ejerce sus oficios, los de hijo, padre, esposo, amigo, maestro, con un empeño cartesiano, de poco fuste narrativo. No se puede sacar nada relevante de una vida a la que no le calzamos una horma más ancha o más estrecha, pero nunca la suya. El pie tiene que ir incómodo para que se de cuenta de las travesuras del camino. 

No debería decirse, y sin embargo decimos, y queremos saber más. A lo que nos inclinamos es a ser fisgones a tiempo completo. Lo que nos gusta es que la vida de los otros se nos muestre. Da igual que sea de modo íntegro, sin guardar nada, o que algo se nos reserve, con la esperanza de que nuestra sagacidad la desvele. No sabemos nada, y sin embargo queremos saber más: No me hiciste caso, Juan Alberto, tuvimos que tomar medidas, yo hablé con la jefa, le dije que estabas pasando por una mala racha, le conté lo de tu mujer, lo de Mónica me lo callé, luego me cuentas si te la tiraste o no, lo que importa es que te han largado, han pensado que no estás cualificado, no porque no sepas desempeñar tu trabajo, cuántos años llevas, diez años, no, once, eso es una vida entera, pero últimamente te has abandonado, tío, has caído y te has dejado caer, yo creo que incluso te ha gustado la caída, no me dirás que no se vive bien en la indigencia moral, sin pensar en qué comer o a qué amigos llamar, dándote lo mismo si tu hijo se estrella con una moto o si saca cum laude en la facultad, llega un momento en que mueres, aunque estés vivo, Juan Alberto, tú notas que tu corazón late, aprecias cómo te crece la barba, te duele el costado al subir las escaleras y tienes dolor de cabeza por las noche, un zombi registrado por el fisco incluso, un zombi al que no le importa nada, un zombi de segunda, porque los zombis que yo he visto en las películas, los que andan lento y tienen jirones de piel y se le ven los huesos, los huesos rojos, solo piensan en alimentarse, curiosamente solo piensan en seguir muertos, fíjate lo que digo, pero tú te has apartado de las cosas buenas de la vida y ahora estás ahí, en el limbo, en tierra de nadie, y ahora cuéntame si te tiraste a Mónica, cabrón.

II
No debería extrañarnos que dos astronautas de corta edad deambulen un barrio de las afueras. Es en la extrañeza en donde subsiste el asombro que hace al mundo girar. Ahora lo que nos interesa no es asentir. El mundo gira. El asombro. Qué bien. Todo eso tiene un valor, pero si estás sentado en un butacón y afuera llueve lo que deseas escuchar es una historia. Bien contada, a ser posible. La de los astronautas en las afueras de la ciudad, que es como si dijésemos que han llegado a una estación sideral que está a años luz y han salido a ver el ambiente. Deber haber una línea que no vemos que aparta lo real de lo que no lo es. No sé a qué lado quedarme. Supongo que depende de cómo haya ido el vuelo. Días de absoluta necesidad de ciencia-ficción. Miéntanme, díganme que hay un Nostromo por ahí. Que dentro hay aliens. No me tengan en la duda de si se salvarán o no. Uno no puede irse a la cama sin saber si los dos astronautas fueron devorados por una entidad sobrenatural. No es morbo o lo es de un modo absolutamente lúdico. Días de realidad también. Acudimos al arte para sacudirnos el gris de los días. Yo veo en el jazz o en el cine negro o en la poesía (no en todo el jazz, ni en todo cine negro ni por supuesto en toda la poesía) una fuente maravillosa de asombro, raciones enormes de asombro con el que elevar la cumbre de la jornada. Quizá los astronautas sean los que velan por la integridad de esa belleza. Están ahí para preservar la tozuda necesidad de querer saber más, qué es lo que hay detrás. Toda la carrera espacial será eso, una tentativa de infinito, una dulce sesión de cuentos al amor de las estrellas. Todos somos astronautas. Yo fui uno zurdo y escribí sus cuentos. Ya saben. Vine para hablar de mi libro.

Comentarios

  1. ¿Cuántas realidades paralelas o contrapuestas puede presentar una biografía? Las facetas del poiedro que es la vida.
    Por cieerto, ¿se puede alguien llamar Juan Alberto?

    Muy bien, don Emilio. Saludos,

    AG

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    1. Pensé en Jorge Óscar, Alberto. Hay muchos astronautas por ahí, seguro. Tantos como los que no lo son o no creen saberlo.

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  2. Me encanta eso de que no tengas perro. Lo de Mónica no lo has explicado. Muy bien, Emilio. Te superas a cada invitación. Un abrazo sideral.
    A.G.

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    1. No lo voy a hacer. Mónica merece un cuento aparte. Un abrazo cósmico, señor

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  3. "Esto no es una pipa". Este no es Emilio. Emilio transita en ese espacio de palabras no escritas. Lo inefable, el silencio que enmudece cualquier justificación.

    Por cierto, gracias por contar algo de ti. Desconocía detalles sin importancia que completan un retrato siempre provisional de tu persona. Esta claro que debiers antes de verano acercarme por tu tierra y tomar unas cañas.

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    1. Soy o lo soy de un modo más explícito. Pero se es siempre muchos siendo en apariencia uno. Son tal vez, amigo Ramón, los detalles los que al final trascienden. No la literatura o lo que aspira a ser loteratura sino lo otro, lo que está agazapado tras ella, la sombra de uno mismo,

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    2. Cañas, sī, eso es, no lo dejemos, no lo dilatemos

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  4. Llegará el día, fantástico y real a la vez, en que los cuatro ibéricos y, quién sabe, también la argentinita, estemos juntos de verdad delante de una barra y el verbo se haga carne y esa realidad supere a la ficción. Con afición. Sin aflicción. Señas de identidad sin más reseñas. Creo que ese día, transcurridas sus horas, nadie estará en condiciones de conducir. Habrá que pasar la noche donde sea. Yo tengo un piso modesto y las camas son rectangulares, no redondas. Se hará lo que se pueda.

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  5. Me apunto, me apunto, me apunto, me apunto, me apunto, me apunto, me apunto, me apunto, me apunto. Habida cuenta de que somos, en mayoría, cordobeses (cierto, Miguel) pediría a los de afuera (benditos afueras: mi hija vive en Granada y adora Granada y toda mi familia paterna procede de Badajoz) pediría que hiciésemos cuartel en Califa Town. Los bares nos los presenta Miguel, que es el auténtico morador de la ciudad. Yo vivo en Lucena, a cuatro cuadras, pero no a tres ni a dos ni a una. O sea que vayamos pensando. Lástima que Argentina quede a doce mil cuadras. Igual un día...

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