Durante toda mi vida adulta he sido esa especie de persona ambigua que,
por un lado, no ha tenido jamás ambición económica alguna, pero por otro jamás
le ha visto a la existencia otra finalidad que el trabajo. Cada año he vivido
mis vacaciones con esa fruición compulsiva del que sabe que es un período para
disfrutar y relajarse, al tiempo que he sentido una lastimosa sensación de
tiempo irrecuperablemente perdido, una extraña percepción culpable de estar
incumpliendo el sagrado y calvinista principio de la productividad, de “necesitar”
incluso reincorporarme al trabajo como una liberación de ese dichoso síndrome
culpable.
La jubilación ha hecho que me convenza de un hecho: yo he cumplido mi
parte, no tengo que trabajar más y mi única responsabilidad actual consiste en
disfrutar jubilosa, gozosamente, los años que aún me queden sin demasiados
achaques ni goteras. A ello me dedico con una convicción irrebatible. Por eso,
el final del verano me parece una brusca ruptura con un tiempo de playa,
música, libros, sudokus, chiringuito y reuniones con amigos. Una mala faena en
que, para colmo, mi mujer tiene que incorporarse a su trabajo.
El otoño se aproxima dejando evidentes muestras de ello a través de
temporales y gotas frías, de maletas que hacer (siempre se comprueba que sólo has
usado un 20% de la ropa que te bajaste hace dos meses y te reafirmas en el
propósito de ser más realista el próximo verano), de revisiones del
apartamento, de no dejar olvidado ese cargador que no encuentras, ni la
medicación diaria, ni las toallas y bañadores (siempre te propones ir alguna
vez a un baño árabe durante el invierno), ni…
Y esos tonos cárdenos y grises del mar y del cielo se traspasan al espíritu en esta estación intermedia y engañosa que no es verano ni otoño, que no es aún laboral del todo, pero tampoco es absolutamente ociosa y para la que tienes una larga serie de planes. Todo eso se instala en un estado de ánimo a medio camino entre la nostalgia y el reencuentro, una sensación de desconcierto que produce un cierto halo de melancolía.
Los días granadinos son ligeramente menos calurosos, pero las noches son
abiertamente frías y ello te obliga a abrir el armario (que equivale a abrir en
canal tu propia conciencia) y ordenar la ropa de todo el verano, pero ahora hay
que añadir una chaqueta ligera (es como si nos calzáramos una piel que, siendo
propia, ahora nos parece un poco ajena, como prestada, o mejor, como perdida y
reencontrada, pero sin la alegría de todo reencuentro), ese pijama largo, volver a sentir encima aquel
jersey que se quedó aquí…
Regresar a casa, reaprender la rutina diaria que ahora te resulta tan extraña,
llenar despensa y frigorífico, telefonear a amigos, saludar a vecinos y
antiguos compañeros, empezar las gestiones y planes que has ido planteando en
la indolencia de la playa y que ahora no sabes si podrás cumplir (adelgazar,
apuntarte a un gimnasio o dejar la cerveza), volver a comprar en el supermercado de siempre… es
decir, cambiar lo accesorio de Calahonda por la contundencia de la vida “normal”,
de tu vida real, como si la de la playa fuera sólo una impostura.
Tendré que esperar a la tercera o cuarta tormenta de la temporada, a que
la ropa de entretiempo me suene a mí mismo, a que el trabajo (incluso el de
jubilado) deje de ser un síndrome traumático, una maldición bíblica, a que la
lluvia vuelva a ser algo bendito en nuestra tierra de olivares y sequías. Entonces,
sólo entonces, volveré a ser ese “yo” que era en el mes de Mayo, ése que veía
en el espejo sin más angustia de lo acostumbrado, ése que casi había llegado a
aceptar. También aceptaré los atascos, los cielos grises, los días más cortos,
el barro de las mil obras de esta ciudad. Mientras tanto, mi alma de
entretiempo tendrá que aceptar sus nuevas circunstancias al tiempo que sueña
con volver a la playa el próximo verano.
Ah, mi tiempo de playa y vacaciones se acerca. Cuento los días como una presidiaria, tacho los números que faltan en el almanaque. Y cuando llegan .... zaz .... se esfuman entre la arena y de vuelta al yugo.
ResponderEliminarQue se sepa, quiero jubilarme.
Trágico. El trabajo es un amante difícil. Efectos perversos del deseo. Se repudia cuando se tiene y se anhela cuando escasea. Finiquitar capítulo vital y emprender la coda nuestra existencia es tarea de héroes. No se está preparado para mudar traje y vestir los roles de ociosos retales. Más aún si la vida fue solo eso, trabajo, amor al tajo, miedo al silencio que amenaza cuando paramos.
ResponderEliminarYo lo intento, me esfuerzo por equilibrar (con torpeza, todo sea dicho) mi espíritu laborioso, protestante, con el placer de no hacer nada, sin poses forzadas, al natural. Cuesta arriba se me hace. Es paradójico que nos cueste más acostumbrarnos al gozo de la contemplación que a la abrasiva jornada de trabajo. Curiosa especie la humana.
Malena, el problema de jubilarse es que tienes que haber llegado a una edad en que empiezas a preocuparte ese día que no te duele nada. Por lo demás, yo he comprendido que esto es lo mío. Esto y lo de ser alto, guapo y rico, sólo que estos tres últimos elementos aún no me han llegado.
ResponderEliminarRamón, si he dado esa lamentable imagen es que no he sabido explicarme. Es cierto que el modo natural para mí es el trabajar y que los tiempos de ocio son sólo pequeñoas distracciones..., pero irrenunciables y que siempre he disfrutado al máximo. No soy un bicho raro, ni mucho menos.
Abrazos mil, santos bebedores.
AG
Voy a soltar la perla nocturna de este jueves tranquilo que llevo: me encanta la pereza. Solo por saber que está a mano y que puede irse y no volver. Y no es que no me gusta trabajar, claro. Que me gusta. Pero el verano es la estación no estación, el tiempo no tiempo, el limbo, la cosa ebria entre dos estaciones de peso. Maldiciones bíblicas, bien dicho, Alberto.
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