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Consolación de los afligidos



Veo sus ligas, que le sujetan las medias sólo unos centímetros por encima de las rodillas y pienso en el tacto cálido y suave de esos muslos, que tantas veces he besado y acariciado. La presión hace que se le formen por encima dos pequeños roscos en las piernas, dos protuberancias mórbidas que hacen que me sobrevenga el primer síntoma de deseo y me distraiga de mi trabajo. Porque estoy en el tajo, oyendo las miserias de un pobre diablo, semejante a otros mil, que me cuentan sus cosas para sentirse mejor.

Cuando estudiaba Psicología siempre me pareció que el psicoanálisis exageraba muchas cosas,  pero ahora creo que Freud llevaba razón en eso de la transferencia: le sueltas la mugre de tu alma al primero que te escuche, sea el psicólogo, el amigo, el cura o el tabernero, y te quedas en la gloria, como la olla exprés que suelta el vapor y libera la presión. Y aquí está este individuo, transfiriéndome sus secretos para calmar su angustia. Está contándome que tiene necesidades sexuales y que se siente un traidor con la memoria de su difunta, como si eso pudiera importarme lo más mínimo, como si alguien pudiera interesarse por esas fruslerías mientras se ofrece el deseable espectáculo de esas regordetas morcillas que se le forman a Paula por encima de las rodillas… Me da por pensar qué me estaría mostrando si cuando se ha sentado a esperar su turno se hubiera situado de frente… La pequeña tragedia de mi viudo me parece tan insustancial que desconecto y empiezo a cultivar mi deseo, mi erótico fantaseo: los recovecos de su cuerpo, el sabor de sus besos y de su sexo, su inexplicable atracción, el más que turbador efecto que produce en mí… 

Fernando Botero. Mujer sentada, 1997

Lo hace a propósito. Yo sé que las ligas no se le han bajado por casualidad, pues ella también desea otro rato de expansión o, como me dijo un día, que yo le riegue la huerta… Esa vez me quedé de piedra: nunca había oído esa expresión y me pareció atrevida y tierna a la vez, y muy exacta además… Nada, que ahora no consigo centrarme en este imbécil. Si tienes necesidades sexuales, búscate una mujer, por amor de Dios, y no me tortures más con tus vulgares problemas. Es que la siguiente es Paula, que me está provocando con las rosquetas de sus muslos  y me está excitando, porque sé lo que me va a contar: que está muy sola, que no ha tenido suerte con su cuerpo, que ella se merecía un marido que la saciara cada noche, pero que a ver, su gordura no le ha ayudado mucho… También me dirá lo de siempre: que si no me apetece un revolcón con ella, que ya sabe que no es un cuerpo escultural, pero que yo la excito; que le gusta venir a contarme sus cosas porque me desea con mucha intensidad; que sí, que ella sabe que está haciéndolo mal conmigo y debería dejarme en paz, pero que no puede. Después me dirá, ya tuteándome, que no sea hipócrita, que ella sabe que yo tampoco puedo resistirme y se callará para escuchar lo que yo le diga, antes de que termine de transfigurarse y llegar al lenguaje cada vez más procaz, lleno de insultos soeces, a medida que se enciende y me enciende. Entonces la obligo a callar y le doy mi respuesta, resignada y rendida: invariablemente será que me espere por la tarde en el ruinoso cortijo, donde hemos arreglado una cama y nos vemos en secreto. En un secreto que pronto dejará de serlo en un pueblo perdidamente chismoso como éste, pero eso me da igual, al menos en momentos así, en que el deseo se vuelve tan intenso que puede más que el raciocinio y las convenciones sociales.

Son los momentos en que me da igual tirarlo todo por la borda. A fin de cuentas, este trabajo está mal pagado y muy por debajo de mis brillantes titulaciones. Cuando pienso en ello, haría astillas mi futuro, si es que lo tengo, pues me da todo igual. Si hasta le he propuesto que se fugue conmigo a la ciudad... Allí yo podría abrir un consultorio psicológico y decir lo mismo que digo aquí a mis tristes torturados por los escrúpulos. La consolación de los afligidos es una obra de misericordia… y además me podría dar dinero para vivir los dos.

Ahora tengo que decirle dos o tres estupideces convincentes a mi pobre y caldeado viudo y conseguir que se vaya para que se acerque Paula a sacarme de mis casillas y hacerme soñar con una siesta tremenda de humedades y placer. Ella, que ya conoce mis cadencias laborales, se ha vuelto porque sabe que ya le va a tocar a ella y me mira con una de esas sonrisas que sólo aparecen en los ojos y que son una descarada oferta. La veo acercarse contoneando sus kilos y veo en ella a la mujer de un deforme paraíso compartido en exclusiva conmigo. También el jorobado Orsini fue capaz de encontrar la belleza en sus convulsas estatuas deformadas. No sé plantearme otro pensamiento sistemático, pues se acerca y se para un momento antes de llegar a su sitio. Mi deseo crece y crece. Despido a mi pobre y desconcertado viudo, ahora algo más conforme con su situación, más calmados sus escrúpulos y desasosiegos.


-Ego te absolvo peccatis tuis in nomine Patris et Filii…

Comentarios

  1. ¿Quién dijo que el sexo no tiene "cura"? No puede ser más turbador, Alberto. ¿O sí? Me ha recordado los relatos de Guy de Maupassant que leía a escondidas durante mi adolescencia. Y no te digo más.

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  2. ¡Cuánto me sacia el cerebro (el órgano sexual preeminente) sentarme a escuchar las payadas en esta barra!

    Me costó visualizar al narrador viendo como se acomodaba Paula mientras escuchaba al "pobre diablo". Caí al fin: está sentado en uno de esos confesionarios de frente abierto, y Paula espera en el banco directamente delante del recinto. El penitente arrodillado frente al cura (jamás me gustó esa forma latinoamericana) y el cura capaz de verla por encima de la cabeza del hombre.

    Perdón. Tengo que pensar estas cosas en voz alta.

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  3. Miguel, el sexo siempre ha tenido más cura de lo que parece, como tú sabes. Y don Guido y sus cuentos salaces...

    Cecilio Morales, muchas gracias por aparecer por aquí y por comentar. Espero que tras escribir la exégesis de mi relato "en voz alta", todo haya cuadrado y tenga sentido. ¿O no?

    Saludos mil,

    AG

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  4. ¿Existe algo más excitante que el placer prohibido?
    Si dejara todo para irse a ejercer la psicología (¿era un cura argentino?) se rompería el encanto. Te lo aseguro.

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  5. LLevas toda la razón. Si no hay algo de prohibido, sigue siendo muy excitante, pero se vuelve menos golfo, más cotidiano y previsible.
    Mi cura seguirá dando que hablar en el pueblo, confesando los viernas a su feligresías y deseando a la chica, mientras el viudo sueña con humedades.

    Un abrazo,

    AG

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  6. El relato erótico no se lee siempre a una mano, aunque alguno habrá que se lea incluso con los ojos cerrados. Coincido con eso de que el cerebro es el verdadero artisa de esta fascinante aventura literaria. La tuya, Alberto, es de una oralidad que pide eso, no ser leída, a solas, perdido en uno mismo, arrebatado de lecturas, sino compartida, en voz alta, declamada. Ah, y tarde mi comentario. Incomprensiblemente. Algo me haría perder el hilo de las cosas.

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