Como siempre, fue el más resuelto, Migue, quien
lo propuso y los demás nos dejamos llevar con mayor o menor grado de
determinación, con mayor o menor sangre fría:
-Vamos a la escuela del Soto, a espiar a don Ricardo.
Otras tardes habíamos ido a espiar a las niñas
que jugaban a la rayuela en el parque y, a veces, a doña Guadalupe, la
boticaria, que tenía cuarto de baño con bañera y se bañaba con los visillos
descorridos porque enfrente sólo había un corralón, adonde nos metíamos
saltando por encima de las tapias. Espiar lo que hacía el maestro también podía
ser interesante, aunque yo creía que era una injusticia, pues era muy bueno,
siempre nos escuchaba y no nos pegaba nunca. Tal vez no se merecía que lo espiáramos
y además podía ser que nos sorprendiera y al día siguiente tuviéramos problemas
en clase.
Dani, que siempre era el más cobarde, intentó
hacernos ver el peligro que suponía acercarse a la escuela a curiosear:
-Mi hermano dice que hay como unos fantasmas
vestidos de oscuro que dan cada bofetón… Yo me voy a mi casa y vosotros os las
apañáis… ahora, que si os lleváis una hostia
no digáis luego que yo no os lo avisé…
-Danielita, tú siempre tan cobarde, ¡so nenaza!
Anda, vete con tu madre y con tus hermanas, a coser y guisar, como las mujeres
–cortó Álvarez, el enchufado del cura, amenazador y tan agresivo como siempre.
Era cierto que en el pueblo se decía que allí
pasaba algo extraño y que más de uno se había llevado un susto por merodear,
que mi hermano también me lo había dicho, así que Dani tenía su parte de razón.
Se alejó con las lágrimas saltadas por lo que le había dicho el Álvarez y todos
nos sentimos un poco incómodos, pero nadie dijo nada ni intentó retener al
pobre ofendido, más que otra cosa, por miedo al mal genio de José Miguel
Álvarez Repiso, el protegido del párroco, hijo de una viuda de los primeros
meses de la guerra. Mi hermano Pancho siempre me dijo que en la historia de ese
niño había gato encerrado y una vez Villén, que siempre decía lo que se le
ocurría sin pensar en las consecuencias, se lo preguntó:
-Álvarez, ¿tú no serás hijo del cura?
Y el pobre chico se puso muy colorado y se le
saltaron las lágrimas, pero lo supo disimular y cambió de tema. A la mañana
siguiente, Villén faltó a la escuela y, cuando regresó después de unos días,
tenía la nariz vendada y unos grande moratones cárdenos debajo de los ojos. Nos
contó que aquella noche, bien tarde ya, llamaron a la puerta y que él bajó a
abrir, pero no vio a nadie y salió un poco hacia la calle para ver quién podía
haber sido el gracioso. Alguien lo atacó desde atrás y le reventó la nariz
contra el suelo:
-…me dio dos o tres golpes contra el suelo,
tirándome del pelo, el muy cabrón. Seguro que ha sido el Álvarez…
Villén pensaba que Álvarez debió de sentirse
molesto por lo de su madre y el cura y por eso lo atacó. Medio pueblo decía que
era verdad y que la fecha de nacimiento del muchacho que aparecía en el colegio
era falsa, para que cuadrara con la fecha en que el difunto marido de su madre,
que recibió un tiro en el frente republicano, hubiera podido ser el verdadero
padre. Villén lo resumió:
-Álvarez es tan pegón por la rabia que le da
saber que es un hijo de pe-u-te-a y eso le va a traer problemas. Yo ya no me
vuelvo a juntar con un niño así…
Y nos propuso que le hiciéramos el cerco y no
jugáramos más con él, pero en pocos días todos estábamos de nuevo juntos,
jugando al balón hecho con trapos y al pilla-pilla o a las bolas, porque el
pueblo era muy pequeño y aburrido como para encima estar siendo tan mirados,
como decía mi hermana Conchi cuando mi madre le decía que a ver qué hacía
saliendo con Bernardo, el hijo del carbonero.
-Bueno, ¿nos vamos al Soto o qué? Don Ricardo
estará lavándose la ropa, que hoy es martes y esta noche le toca calentar agua
y bañarse y cambiarse de ropa –comentó Dimas, el gordo y pacífico monaguillo,
que era el más observador y el único capaz de darse cuenta de detalles así.
También era el único que fumaba y escupía en el suelo, como hacían los hombres
en la taberna de su padre, el Avionetas, que le llamaban así porque cuando le
pedían la tapa contestaba: “¡Viene volando!”.
Era el momento de decidir y yo no sabía a qué
carta quedarme. Mi hermano me había dicho más de una vez que por las tardes
algo pasaba en las dos escuelas del Soto, que más de uno se había llevado un
puñetazo o un bofetón al pasar por allí, sobre todo las parejas de novios que
se metían allí para magrearse. Por mí me hubiera ido a jugar a la Plaza, como
casi todas las tardes. Allí se estaba bien, aunque Serrano, el municipal, nos
dijera continuamente que nos fuéramos a nuestras casas, pero después de lo que
Álvarez le había dicho a Dani, no me atreví a negarme.
A medida que nos íbamos acercando al Soto, la
conversación fue silenciándose y el corazón empezó a latirme con más velocidad.
Me parecía que la noche se había vuelto gélida de repente y me subía las
solapas de la chaqueta en un vano intento de conjurar el frío. Dimas escupía
continuamente y cada vez más lejos, como hacía siempre que estaba nervioso.
Cuando estábamos sólo a unos pasos, el avance se hizo lento y sigiloso. El
Migue fue el primero en subir la escalinata, pasar adentro a través del barrote
doblado y asomar la cabeza por encima del muro. Los demás lo seguíamos
asustados y a la vez llenos de excitación, como si fuéramos detectives o
soldados en una misión especial, como en los tebeos de Roberto Alcázar y Pedrín
o los de Hazañas Bélicas.
Por encima del paredón pude contar nuestras
ocho cabezas. Desde allí se veía la parte de la escuela que don Ricardo usaba
como vivienda. Medio cegados por la claridad de la pobre bombilla, observamos
en silencio. Encima de unos pupitres viejos, el maestro había puesto un anafe,
paquetes de comida y varios cacharros de cocina. Detrás había una cama
deshecha, una estantería con bastantes libros y, colgando de ganchos metálicos,
una tina de latón y muchas más cosas. En una cuerda, colgaban los trapos de una
colada. Sobre la hornilla de carbón, hervía algo en una caldera y un denso
vapor iba empañando los cristales. Yo miré a Dimas, sorprendido por su
capacidad profética y él puso cara de autosuficiencia.
El maestro leía mansamente elevando el libro y
a veces parecía hablar con alguien. Se volvía de cuando en cuando hacia el
exterior, limpiaba con la manga una porción de cristal del vaho que lo cubría y
miraba por la ventana. Yo me preguntaba si podría distinguirnos y el corazón se
me salía por la boca. De repente, alguien salió de la parte de la habitación
que nos quedaba oculta. Alguien con evidentes formas de mujer, envueltas en una
especie de albornoz grisáceo, alguien que nos resultaba totalmente desconocido.
Lo último que vimos fue a don Ricardo descolgando la tina y llenándola con la
caldera de agua caliente. A renglón seguido, corrió una especie de cortina y
nos quedamos a dos velas.
Migue nos hizo una señal de silencio y se dejó
caer al otro lado de la pared con la habilidad y la cautela de un indio de los
que salían en las películas que veíamos en el matinée. Con mucho sigilo, lo vimos acercarse a la
ventana y mirar por uno de los agujeros de la cortina, que dejaban pasar varios
rayos de luz que fueron dando sobre el cuerpo de nuestro amigo, como si fueran
siniestros balazos luminosos. Encaramado al ventanal, observaba el interior y
hubo un momento en que se volvió hacia nosotros e hizo un gesto con el brazo,
moviéndolo hacia arriba y hacia abajo, con la mano colgando inerte, que todos
interpretamos como algo enfático y magnificador de lo que estaba viendo, fuera
lo que fuera.
No pudimos seguir en lo nuestro: una sonora
bofetada tiró a Nico de lo alto del muro. Todos oímos el golpe del cuerpo al
caer y una sonora blasfemia. Al volvernos, alguien vestido de oscuro iba a
pegarle a Ramón, que consiguió evitar el golpe. Echamos a correr despavoridos,
abandonando a su suerte al pobre Nico y confiando en que el Migue, ágil como un
gato y astuto como los zorros, saliera por el muro del otro lado.
Cuando llegamos corriendo a la plaza, nos
volvimos para ver cuántos habíamos conseguido escapar. Éramos seis, sin Nico ni
Migue, que no aparecían por más que mirábamos la oscuridad de la calle del
Horno. Serrano, el municipal, se acercó:
-Niños, ¿es que habéis visto al diablo? ¿Por
qué no os vais a vuestras casas, que ya van a dar las diez?
Los hechos se precipitaron con una velocidad
inimaginable. Yo no había hecho más que acostarme cuando llamaron a mi puerta,
lo que era difícil y extrañísimo, pues había que pasar por el cuerpo de
guardia. Mi padre, que no estaba de servicio, se puso los pantalones del
uniforme y abrió. Saludó al cabo, que venía con la madre de Nico, llorosa y
preocupada.
El cabo miró a mi padre y éste se cuadró,
saludó a su superior y esperó el chaparrón mirándome. Me extrañó tanta
ceremonia, porque mi padre y el cabo no eran tan formales en la vida diaria del
cuartel, así que me temí que hubiera pasado algo realmente grave y recordé que
no sabía nada de Nico ni de Migue desde que salimos huyendo de la escuela del
Soto. Mi padre se vistió rápidamente y se fue a la zona de despachos con
aquella mujer y el cabo. Tardó un par de minutos en reclamarme. En su semblante
había un gesto preocupado y mi madre nos miró a uno y otro queriendo intuir qué
podía estar sucediendo.
No tuve más remedio que explicar a la autoridad competente lo que
había pasado: que habíamos ido a olisquear al Soto, que había una mujer con el
maestro, que se había oído un bofetón y Nico se cayó, que después no lo
habíamos visto porque salimos corriendo, que yo no había hecho nada malo, que
ni siquiera había sido idea mía… El cabo me dio una palmada afectuosa en la
mejilla, pero mi padre me miró con un gesto preocupante en el que creí ver la
promesa de algún castigo de los que él acostumbraba a aplicar.
Unos minutos después, cuando se habían ido y mi
madre me había interrogado mucho más profundamente que el cabo y mi padre, me acosté
y el sueño ya estaba disipando mis preocupaciones cuando se oyó ruido abajo:
unos lamentos que helaban la sangre, pasos y el ruido del portón de la cuadra,
los cascos de los caballos y portazos. Mi padre pasó un momento por casa y yo
oí lo que le dijo a mi madre:
-Ha aparecido el cadáver de Nico, el amigo del
niño. Parece que se ha partido el espinazo al caer del muro… Veremos en qué
queda esto, María. Este chiquillo me va a buscar la ruina…
Salí llorando cuando mi padre desapareció y mi
madre, que se frotaba las manos nerviosamente, me mandó acostar de nuevo. La
candidez de mis nueve años me hizo asumir mil culpabilidades, mil penas por el
pobre Nico y por el hecho incomprensible de su muerte, por estar en pecado, por
el castigo que mi padre, sin duda alguna, me iba a imponer. Debí de sollozar,
porque mi madre me llamó:
-Anda, hijo, vente aquí conmigo mientras viene
tu padre –me reclamó a su cama y yo conseguí dormirme sólo cuando me abrazó,
pese a la pena que sentía por mi desgraciado amigo y a la culpabilidad por
haberlo abandonado allí, aunque trataba de convencerme de que había sido una
simple cuestión de mala suerte.
A la mañana siguiente, mi madre me llamó para ir a la escuela, me ayudó a
vestirme y vi en mis hermanos y en ella el semblante de la preocupación. Supuse
que todo se habría sabido en el pueblo y que también don Ricardo me castigaría
por ir a fisgar a su casa.
De repente, mi vida estaba cambiando por una
tontería que ni siquiera me había hecho gracia cuando la propuso el Migue. Sólo
los acompañé por no recibir los insultos de Álvarez. Al miedo de la noche
anterior había que añadir ahora nuevos miedos: a la muerte, a morirme en
pecado, al infierno, a que se me apareciera el fantasma de Nico, a la mirada de
su madre, a mi padre, al cabo… ¿Y don Ricardo? Parecía tan bueno, tan distinto
a los otros dos maestros del pueblo, que me preguntaba si sería capaz de
castigarnos… Me sentí muy poca cosa para soportar tantos temores y deseé haber
sido yo el muerto, pero la vida es como es, o al menos eso me dijo mi madre
cuando me sorprendió paralizado por el más absoluto pánico y llorando en
silencio.
En la puerta del colegio, Migue me esperaba,
rojo de excitación. Me llevó aparte, junto a los otros compinches y nos dijo lo
que vio la noche anterior: una mujer desnuda se bañaba junto a don Ricardo en
aquella improvisada bañera, se acariciaban y se besaban como en las películas
del cine Coliseo. No sabíamos quién podía ser ella, muy guapa según Migue, pero
desconocida en el pueblo. Y más misterio había en el anónimo hombre de la
bofetada, el culpable directo de la muerte de Nico… ¿quién podía ser?
Migue dio un respingo, pues no sabía que Nico hubiera muerto, ya que salió
por el lado opuesto de la tapia. Dimas, con su precocidad de siempre, hizo
inoportunas preguntas sobre el cuerpo de la mujer:
-¿Estaba buena? ¿Cómo tenía las tetas, grandes
o chicas? ¿Y tenía pelo en…?
Migue nos contó que, cuando salió corriendo
hacia el otro lado, se escondió tras un abedul, desde donde vio salir a don
Ricardo y a la chica, que empezaron a hablar, visiblemente nerviosos, con el
presunto agresor de Nico. Un momento después, sólo quedó allí don Ricardo, que
vació la tina por la ventana, apagó la luz precipitadamente y se metió en la
cama, pese a ser relativamente temprano. Ninguno podíamos superar la sorpresa,
la perplejidad de ese secreto de don Ricardo, que ahora estaba claro que no era
como aparentaba ser. Nuestra imaginación inventó varias posibilidades: don
Ricardo era un asesino, un espía, un ladrón, un comunista, un estraperlista… y
cada posibilidad hacía crecer en mí el miedo a las posibles represalias, como
veíamos que sucedía con los malos del cine y de los tebeos. ¿Y si era un
monstruo o un invasor de otro planeta?
Migue nos mandó que no contáramos nada y yo,
con un sentido de absoluto metepatas, tuve que explicar que ya lo había cantado
todo delante del cabo Peláez: problema de ser de la casa, hijo de un número y
vivir en el mismísimo cuartel de la Benemérita. Ya no había solución y
cualquier momento era bueno para que nos llamaran y nos pidieran explicaciones
sobre lo que habíamos visto. Yendo las cosas bien, nos íbamos a ganar una
paliza. Yendo mal, terminábamos en un correccional… El grandullón Dimas rompió
a llorar y le dijo al maestro que se iba a su casa, que estaba muy malo, con
ganas de vomitar. Para los demás, la mañana fue un infierno, pensando en las
indudables bofetadas, en los inevitables castigos. Migue lo dijo bien claro:
-Pues que nos peguen y nos castiguen ya, que
peor es estar pensando la que te va a venir, ¡joder!
Durante la mañana, se supo oficialmente la
muerte de Nico. Vino el cura y nos obligó a rezar un rosario entero de
rodillas, tras el que nos habló de la muerte, del pecado, del infierno, de la
condenación eterna. Yo me sentía muy mal y disimulaba las ganas de llorar y el
pánico como buenamente podía. Veía que, a pesar de las ganas de ser mayor, la
vida era terriblemente complicada y encontraba un motivo de preocupación en
todo.
Aquel medio día, para mi sorpresa, nadie hizo
en la mesa la menor mención de lo sucedido. Pancho intentó sacar la
conversación, pero mi madre lo acalló con una severa mirada y un “¡Pancho, vale
ya!”, que lo dejó parado en seco. Mi padre estaba especialmente comunicativo y
volvió a hablar del ascenso a cabo que se llevaba divisando en el horizonte
desde hacía dos años. En el Cuerpo hacían falta más cabos, para limpiar España
de indeseables, como se había empezado a hacer en la guerra, a la que mi padre
siempre llamaba guerra civil, aunque el cabo Peláez la llamara Cruzada.
Los días siguientes todo pareció normal, salvo
la pena por la ausencia de Nico. Por la noche yo lo imaginaba en su ataúd,
comido por gusanos nauseabundos, o enterrado vivo, como le sucedía al
protagonista de un cuento que había leído mi hermana Conchi y que me contó para
asustarme, cosa que consiguió, pues me costaba un auténtico esfuerzo irme a la
cama antes que Pancho o pasar por zonas oscuras. Pasé unas semanas terribles,
con mil reconcomios y miedos, que mis hermanos, conscientes de ello, usaban
para torturarme.
El invierno fue pasando y la primavera alargó
los días. Ya hacía más de dos meses desde lo de la escuela del Soto y parecía
que nada iba a suceder: ni la madre de Nico, ni el cabo, ni mi padre parecían
preocupados por la mujer de la tina, ni por el misterio de las bofetadas, ni
por la doble vida del maestro. Y nosotros, deslumbrados por la libertad de los
días largos de abril y mayo casi nos olvidamos de la gravedad de lo que allí
había pasado. Ni siquiera don Ricardo parecía estar enfadado con nosotros:
seguía tratándonos con mucho afecto y cada mañana nos leía una poesía para abrir el día, decía él.
Lo único nuevo fue que a finales de marzo llegaron al cuartel tres nuevos
guardias, que extrañamente ocuparon una sola vivienda, y que al comienzo de
mayo volvieron a llegar otros cuatro guardias, sin familia ni niños, algo
realmente extraño. Yo los veía entrar y salir y me parecían rarísimos, como si
no fueran miembros de la Benemérita… algo que no sabía explicar, pero que no me
cuadraba en la forma de ser de tantos guardias como había visto en tantos años
de de vivir en cuarteles.
En junio, cuando ya apretaba el calor, llegó la
fiesta del Corpus y los niños del colegio desfilamos en la procesión, delante
de la custodia, los que ya habían hecho la primera comunión, vestidos con el
traje blanco, y los demás vestidos de domingo. Los maestros de los otros dos
colegios y los del Soto iban alumbrando con velas y llevaban puesta la camisa
azul de falangista, con los correajes reglamentarios. Levantaban el brazo para
hacer el saludo fascista cada vez que se cruzaban con el cabo, el alcalde o el
cura.
Fue la última vez que vi vivo a don Ricardo,
tan sonriente y lleno de vida, pues esa misma noche los guardias (nunca
conseguí saber si mi propio padre tuvo algo que ver), aprovechando el ruido de
los fuegos artificiales, lo acribillaron a balazos junto a sus dos cómplices
del maquis, dos verdaderos sujetos peligrosos, se dijo por el pueblo, que
andaban huidos por la zona. A la mañana siguiente, los tres muertos estaban
delante del ayuntamiento y todos nos paramos a verlos. Yo era la primera vez
que veía un muerto, así que sentí un indescriptible terror al ver las facciones
de aquellas tres personas, doblemente pálidas y desfiguradas por las heridas de
bala y por la muerte. Instintivamente miré a la mujer. Era imposible que
aquella chica fuera alguien peligroso. Era igual que mi madre, con los pechos
un poco más chicos, pero no pude evitar pensar en los abrazos de mi madre e
imaginar cómo serían los abrazos de aquella mujer al maestro o a sus
hipotéticos hijos, como serían sus muestras de ternura con don Ricardo. No
podía ser cierto: ni aquella mujer, ni don Ricardo podían ser tan malos. Tal
vez el otro hombre, el que mató a Nico, sí fuera una mala persona, pero ellos
dos no. Era imposible. Salí corriendo rabioso para la escuela, donde esa mañana
todo fueron caras serias y deambular por el patio mientras el otro maestro comentaban
horrorizado lo que había pasado con todo el que subía a curiosear.
A medida que me fui enterando de lo sucedido
comprendí que el pobre Nico y nosotros éramos quienes habíamos propiciado
aquella carnicería. Resultó que mi madre le contó a mi padre lo que me había
ido sonsacando: la presencia de una mujer desnuda a la que mi maestro
acariciaba y besaba, la existencia de alguien que daba bofetadas en la
oscuridad, la aparente falsedad en torno a don Ricardo, que parecía usar la
escuela, no sólo como vivienda, sino también como sitio de encuentros de
tapadillo… ¡todo resultaba tan sospechoso! Mi padre lo puso en conocimiento del
cabo, que lo elevó a la Comandancia. Por eso vinieron aquellos refuerzos que
vivían sin familia y que me parecían tan extraños: eran de la policía y no de
la Guardia Civil y habían llegado camuflados para investigar y organizar la
captura de aquel falso don Ricardo, que había suplantado al verdadero
(seguramente muerto en cualquier agujero del monte, según mi padre) hasta que
nuestra aventura y la desgraciada muerte de nuestro compañero obligaron a hacer
ciertas comprobaciones y resultó la gigantesca farsa que ahora se había
solucionado, acercando a mi padre un poco más al prometido ascenso. Por eso
estaba tan contento, pese al asco que me daba que pudiera sacar provecho de
algo tan sórdido. Por eso, en vez de castigarme como yo esperaba, me sonreía y
estaba tan efusivo, porque yo le había puesto en bandeja aquella hazaña: tres
maquis muertos como si fueran tres conejos, uno de ellos, una mujer que casi
llegué a ver desnuda… Sentí una infinita tristeza por la alegría de mi padre y
mi madre, por lo que todo aquello tenía de siniestra celebración. Empecé a
pensar… ¿era esa la solución definitiva, el punto final o habría una cruel venganza
por parte de la gente echada al monte? Un nuevo miedo empezó a escarbarme en la
mente, como una carcoma insistente e imposible de erradicar de mi conciencia.
Lo sentía como algo opresivo y asfixiante, y mientras en el patio del cuartel
las familias de los guardias se tomaban una garrafa de vino con gaseosa y unas
tapas para celebrar el éxito de la captura y las felicitaciones de la
Comandancia, yo me alejé a un rincón y empecé a vomitar.
Una historia interesante, aunque para mi gusto un poco larga para leerla directamente en internet.
ResponderEliminar¿Has pensado en un libro?
Saludos y Suerte
J.
Hay una sensación de pérdida que lo cubre todo. No sé si buena o mala. Sé que una historia como esta es imposible en los dñias que nos ocupan. Y la leo con la sensación, Alberto, de estar mirando por una mirilla, de estar asistiendo a una enorme clase de Historia. El miedo está en lo que no se cuenta a veces. En lo que se va dejando caer, como sin querer hacer daño, pero devastándolo todo. No sé. He empezado el domingo muy bien, y muy mal. Un abrazo. ME HA GUSTADO UNA BARBARIDAD, CABALLERO. Opino como José A. Que hay que pensar en los libros. Yo tengo una solución para los textos largos en internet, como este. Los imprimo. Los leo entonces más morosamente, en otro espacio. Lo hice con este. Aquí delante lo tengo. Letra buena. Espaciada.
ResponderEliminarMigue...Así me llamaban de niño. Pero yo no era el más resuelto; sí quizá el más tímido. Y me has hecho recordar mi miedo infantil, claro; pero aún más el miedo colectivo, el "miedo ambiente". Ese miedo geográfico tan próximo, tan nuestro. Y, ¡cómo no!: Un relato magistral, querido Alberto. Este brindis va por ti.
ResponderEliminarExcelente relato, Alberto. Discrepo totalmente con la idea de que que en blogs e iternet sólo se deban digerir por no decir devorar textos cortos, comentarlos y a otra cosa. Cuando un texto está bien narrado como este, vale la pena la lectura, el detenerse y meterse dentro de la ficción. Como uso anteojos para leer con + 7 dip. casi al borde de la chicatez absoluta agrando con zoom y ya.
ResponderEliminarMe ha gustado muchísimo la voz narrativa. EL miedo del niño y el miedo de los grandes, la sordidez, lo que no se cuenta, sí lo que no se cuenta aún en un relato largo debe haber cosas que no se cuentan para que el lector labure un poco.
Celebro haber descubierto esta bitácora a través de Male porque son todos textos de gran calidad literaria.
Abrazos van. Mis felicitaciones, Alberto.
Busqué al fin, amigo Alberto, tiempo, lugar y voluntad para tu relato. Lo merecía. Al leerlo, se me vinieron a la mente imágenes de un pasado no vivido, pero sí sentido a través de mis abuelos, de otras historias leídas o escuchadas en directo e imaginadas por mí, amplificando los hechos, deformando unos personajes, olvidando otros. También reflexiono mientras leo sobre la inocencia cruel de toda infancia, su descaro para mirar la vida sin pieles que la adornen.
ResponderEliminarGracias. Muy disfrutado.
Estoy de acuerdo con Sandra con respecto a internet y los textos largos. Este mereció cada minuto que estuve leyéndolo.
ResponderEliminarUn compendio de miedos abstractos y concretos y el miedo mayor que se cuela en varias partes del relato: el miedo a la muerte.
Maravilloso.