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El oficio de malvado


Por mucho que uno se entregue con determinación al oficio de malvado, si carece de facultades innatas, ya puede invocar santos en su auxilio, que tan solo conseguirá hacer el ridículo. Les hablo por experiencia. Desde muy pequeño se encargaron mis padres de recordármelo día sí, día también; y claro, ya se sabe, a base de remarcar se traza la línea. ¡Míralo, tú crees que se puede esperar algo de este niño! ¡Espabila, joder! ¡Dios, donde no hay, no se puede sacar! Mi padre, el señor Rivero (le llamaban), era -el demonio lo tenga en su ardiente gloria- un veterinario rural, fiel a su propia sombra, padre a ratos y esposo casi nunca. Mi padre era un hombre íntegro con su credo particular hasta la intransigencia, fiel a un catecismo que practicaba con crueldad especialmente sobre aquellos a los que en teoría debiera haber querido. Mi padre no amaba a nadie excepto a mi padre. Pasó por mi vida como un fantasmal espectro que ulula ad líbitum su temible profecía.

No crean que a estas alturas del cuento hablar de ello me causa aflicción, pero sería deshonesto negar que dejara una herida sin sutura en un alma vulnerable como la que yo habitaba siendo niño. Miope, menudo, imaginativo y -he de reconocerlo- torpe, realmente torpe. Así era yo, o así me recuerdo a través de los ojos de mi padre. Es comprensible que para él fuera yo poco más que una irreconocible mutación que amenazaba con perpetuar su apellido. Una broma divina que debes escuchar hasta que te mueras. Mi padre esperaba un macho rudo, siempre dispuesto a resolver con diligencia y sin achantes tareas que a su juicio eran propias de un hombre. Pero, en su lugar, la desventura quiso que tuviera un hijo al que el delicado batir de una mariposa bastaba para dejar aquello que estuviese haciendo y entregarse con deleite a las sirenas de su imaginación. No es que fuese un crío zangolotino o enfermizo, pero carecía de fondo y figura para las empresas que mi padre soñaba soportar sobre mis hombros. Mi situación de hijo único no hacía sino agravar la amargura del señor Rivero, quien explotaba su frustración sobre propios y extraños, sin medir fuerza ni consecuencias. ¡Tener hijos para esto!

Por suerte para todos, especialmente para mi madre, no tuvo que maldecir durante mucho tiempo su desdicha. Una tarde -esa tarde de las pocas que uno recuerda con nitidez- mi madre abrió la puerta al policía que trajo la noticia. Un volantazo involuntario, distracción, no se sabe bien, pero su coche fue a dar al quicio de una acequia que apenas llevaba agua. Por extraño que parezca, ni la velocidad ni la bebida resultaron ser la causa del siniestro. Su cuello cedió, eso dijeron. Poco me importaba la versión oficial. El caso es que por fin estaba muerto. Uno se reconcilia con Dios cuando sus deseos encuentran acomodo en la realidad. Pocas veces volví a tener esa sensación de desahogo como la que experimenté al llegar a casa y recibir la noticia en boca de mi madre. ¿Por qué le llora?, me pregunté. Debiera sentirse liberada.

Pero volvamos a lo que importa. Como les decía, a causa de mi evidente falta de aptitudes naturales, no daba la talla para ejercer con un mínimo de competencia el personaje de malvado. Y eso que durante mi adolescencia hice cuanto pude para ganarme a conciencia el infierno que aguarda a quien se lo gana, pero nada. La mala suerte parecía reservarme el aburrido papel de buena persona; por efecto de vete a saber qué infausta maldición, debía conformarme con el rol que la naturaleza parecía haberme asignado.  Quizá piensen ustedes que mi obstinación por parecer malvado se debe a una ambivalencia psicoanalítica. Que por un lado odio a mi padre y por otro quiero ser como él. Pues no, siento fastidiarles la exégesis. Les aseguro que después de largos años de convivencia conmigo mismo me atrevo a realizar una lectura más positiva: lo que realmente anhelaba aquel adolescente era demostrar a su padre (ya transmutado en inconsciente) que se equivocaba. Con voluntad y hábito podía travestir mi carácter y llegar a ser un digno ejemplo de maldad autoconsciente. Aquella empresa se convirtió en un reto con el que esperaba acallar la voz persistente de mi padre, recordándome cada día: ¡tú no vales ni para estar escondido!

No tuve suerte, y eso que las energías que ponía en ello debieran haber bastado para obtener un mínimo de éxito. Cuanto más alcanzaba mi pose el cenit del histrionismo, intentando en el embate parecer perverso, mi público ardía en aplausos ante lo que denominaban una interpretación soberbia. Nadie creía verosímil mi papel de villano, gánster o monstruo. Intentaba disimular mi indignación, deseaba por todos los medios que entendieran mi honesta voluntad de maleficencia, pero no obtenía siquiera unos resultados decepcionantes. Así, con el tiempo llegué a convertirme en la versión bufa de mi propia sombra. Tuve que aceptar mi incompetencia para la maldad. Del vicio acabé haciendo virtud, y hoy soy un actor consumado; eso sí, encasillado en la comedia, condenado a generar en los otros, como sucede en una cámara oscura, una imagen invertida de mí mismo. Me convertí en maestro de la mueca impostada. Era imposible ir por la calle y no despertar el entusiasmo popular. Pero donde el espectador veía talento, yo padecía sin redención mi trágica condena, la pena de no poder evitar transformar mi rabia contenida en risas ajenas. Intenté un par de incursiones en el drama, pero la cosa no funcionó. Cuanto más felices eran mis admiradores, más amargo tornaba sobre mí el sueño de llegar algún día a ser digno del odio de mis semejantes. Probé todos los trucos. Stanislavski hubiera aprobado mi tenacidad.

Mi padre debe estar riendo a gusto desde su tumba. A veces creo oírle recriminarme: ¡lo ves, te lo dije, eres un gilipollas!

Comentarios

  1. Cuando a un don Nadie lo marca la vida con ese estigma, hasta la voluntad de ser malo está condenada al fracaso. Ni héroe ni villano, triste mediocridad. Sin embargo en este caso, la margura se quedó dentro. Los histriones tiene su público , como se ve y hacen de las muecas, gestos; papeles de película. El triunfo de la impostura sobreactuada.

    Hoy la auténtica maldad se oculta bajo la capa beatífica de lo melífluo, en la caricia babosa del cura pederasta, por ejemplo.

    Buen trabajo, Ramón. Tú tampoco
    puedes ser malo. Como mucho, travieso.

    Salud.

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  2. Es una máxima que siempre se cumple: dime lo que tus padres quieren que seas, y te diré lo que nunca serás.

    Como decía Carlos Ruiz Zafón en "La sombra del viento":

    " Es que la gente es mala.

    - Mala no -objetó Fermín-. Imbécil, que no es lo mismo. El mal presupone una determinación moral, intención y cierto pensamiento. El imbécil o cafre no se para a pensar ni a razonar. Actúa por instinto, como bestia de establo, convencido de que hace el bien, de que siempre tiene la razón y orgulloso de ir jodiendo, con perdón, a todo aquel que se le antoja diferente a él mismo, bien sea por color, por creencia, por idioma, por nacionalidad o, como en el caso de don Federico, por sus hábitos de ocio. Lo que hace falta en el mundo es más gente mala de verdad y menos cazurros limítrofes".

    Muy buen relato, Ramón.
    Un abrazo.

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  3. Confío en las travesuras, Miguel, Ramón. El mal, a diferencia del bien, requiere un extra narrativo, como escribe Marisa en la voz de Zafón. Los malvados hoy campan a sus anchas, no se ven, no se advierten. Me acuerdo (el cine ah el cine) de Sospechosos habituales y ese Kaiser Soze, o algo así, uno de los buenos Kevin Spaceys que he visto. El mal es el que mueve el mundo, a nuesra desgracia, pero la auténtica maldad, qué bien observa el sr. Cobo, no llega a ocultarse del todo. Se da en trozos, se abre a ratos, se ofrece para que, una vez confiados en ella, nos engulla. Engullidos. Me ha encantado (mucho) el escrito.

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  4. ¡Qué triste destino el de este muchacho! No hay nada más aburrido que ser bueno.

    Sinceramente, Ramón, uno de los mejores textos que he leído últimamente.-

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  5. Un malvado por vocación, por herencia, que fracasa en serlo, por su torpeza. Odiar al padre y querer ser como él es coherente. La lealtad hubiera sido algo paradojico.
    Que buena historia.
    Y hay algo peor, podría haber sido el ayudante estupido de un científico malvado, pero esos ayudantes ya pasaron de moda.

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  6. El que nace para palo de "aguaera" no hay manera de que se enderece (refrán popular de la provinic de Jaén). Y el que nace derechoo, no hay forma de inclinarlo contra su propia naturaleza. El pobre Sr. Rivero, el muy cabrón, tragará fastidio y frustración par toda la eternidad.
    Al menos, la venganza del protagonista va a ser cocienzuda y metódica.
    Muy buen relato.

    AG

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  7. Me ha gustado. ¿Qué quiso poner "actitudes" o "aptitudes" en la segunda línea del 4º párrafo?

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