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El discurso del lobo



“En el mundo de hoy, sujeto a grandes transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio es necesario también el vigor, tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí”


No tener preocupación alguna sobre quién se siente en la Silla de Pedro hace que uno mire todos estos asuntos vaticanos con una lejanía enriquecedora. Incluso cae en la cuenta de que ese distanciamiento es el mismo con el que se encara la ficción. A esa visión hedonista de las cosas, crecida al modo en que crecen los vicios que se alimentan y se cuidan, contribuye el hecho de que los protagonistas de la trama son asombrosos. De verdad que lo son. Asombran por lo que representan, por la constantación de que hay quien conduce su vida por la senda divina y confía en que otros la administren y tutelen. Y no solo es lo que dicen, que no comparto, sino la pompa que rodea el acto de decirlo, que no entiendo pero que me fascina. Se invisten de una fastuosidad que no es de este mundo. Crean en quien la observa una sensación de absoluto asombro. Embelesados en la teatralidad, conmovidos por la metafísica, distraídos como conviene para que la sustancia de la fe penetre con entera eficacia en el flujo anímico. No basta con las metáforas. Ni siquiera pueden confiar en que la palabra alimente el espíritu. Encomiendan la responsabilidad del mensaje al atrezzo. Y no hay mejor atrezzo en el mundo que el cristiano. Ninguno apabulla con más probada eficacia. No cabe otra opción que la de rendirse a la evidencia de un poder que aturde. A salvo de las metáforas, habla el lobo, habla el jabalí, habla quien sorbe los vientos por el relativismo, pero no se está por completo a cubierto. Es lo que tiene el alma humana. Que se extasía con las tribulaciones de sus semejantes. ¿No vamos a atribularnos con éstas, tan impregnadas de intriga, tan a lo John Carré?¿No será posible la punzada de la intriga, el júbilo sencillo de sentirnos espectadores de una gran historia? Porque ah amigos, echando a un lado los rigores celestiales, apartando con educación (què menos) el respeto que merecen los sensibles a estas manifestaciones del desgarro espiritual, los que no comulgamos estamos a punto de embarcarnos en una travesía sublime, recargada de tapices y de música de cámara, ricamente aliñada con latínes y con salmos, concebida para deleite puro de los sentidos.

La barca de Rajoy, la que hoy ha dibujado a flote a pesar del oleaje sabido, no tiene nada que ver con la de San Pedro, citada por Ratzinger en su comunicado de renuncia. Las barcas en la que nos desplazamos por la travesía de la vida están invariablemente gobernadas por un capitán. No se desprende que uno esté satisfecho del pilotaje o que incluso prefiera el hecho mismo de que exista la mismísima barca, pero soy incapaz de razonar un modo en el que pueda desplazarme. En televisión, mientras escribo, está el barquero popular capeando las incoveniencias del cargo. A Ratzinger, imagino, le habrá pasado lo mismo. A diferencia de Mariano, Joseph observa la devastación de la viña y proclama que no está en su mano anciana la reforestación del terreno. Se va a dedicar el resto de sus dias en la tierra a la contemplación y a sus libros. Pensar en ese encapsulamiento libresco me hace envidarlo, en cierto modo. Pienso en Borges, en la consolación por la cultura, en ese bendito búnker en el que las letras compensan el delirio del mundo. Apartado, muerto en vida, en el sentido que daba el otro día Juan José Millás en El País, el Papa ha cometido un acto de una honestidad encomiable, más en estos tiempos en los que nadie hace nada que le aparte un ápice del cometido de su lucro. Se ha inmolado. Ahora contemplará (ya lo está haciendo) los vaivenes de la nave, la lujuria de las olas, los previsibles motínes a bordo. Pero es ahí en donde yo encuentro el apresto narrativo de esta anomalía histórica, en la maldad que se cierne, en toda esa argamasa de conspiraciones y de secretos, izados, sacados a la luz, que conciernen íntimamente a la naturaleza levantisca y un poco cabrona del alma humana, se vista como se vista y rece a quien le plazca. Somos así de malos. Nos frotamos las manos cuando el lobo entra a dentelladas en el corral y hace que todas las gallinas escandalicen el silencio y cacareen sin rumbo. De verdad que vienen días estupendos. Así que aquí estamos, atribulados, intrigados, perplejos, invitados al festín de los lobos. O será que me confortan, en el fondo, todos estos asuntos y me sanan del desvarío que me causan otros.

Comentarios

  1. No se yo, Emilio, qué carga esconde más crueldad, aquella que revela a diario la crónica mundana, o la promesa escatológica de una eternidad futurible. A expensas estamos de ambas quimeras.

    Como auguras, quizá nos quede tan solo el refugio de la belleza, de la lucidez complaciente, del eco omnipotente de aquellos sueños que nacieron al arrullo de la infancia. Nos quede el consuelo del retiro. Ratzinger lo ha sabido ver (ventajas del ejercicio espiritual, supongo).

    Aún así yo resisto, muerdo la realidad con perplejidad y sin sutilezas. Me niego a claudicar ante lo presente. Reafirmo mi paisaje inexistente,... posible quizá. A la ficción regreso para no olvidar lo importante, para no ceder a la desesperanza. Mi refugio no es cárcel, sino energía; no es reflejo de un descontento, un mecanismo de defensa contra el horror. Quiero que sea el texto sobre el que trazar la estela de lo que está por venir.

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  2. Leo simultáneamente a tus "augúricos" aullidos licantrópicos, la siguiente información que reproduzco en su totalidad y que corrobora el pánico de las gallinas cacareando erráticas:

    "El 17 de diciembre pasado Benedicto XVI recibió un dossier de casi 300 páginas, dividido en dos tomos, que guardó en la caja fuerte del apartamento pontificio. Era el informe completo de la investigación sobre la fuga de documentos robados del despacho del Papa (el llamado 'Vatileaks') realizada por los cardenales Julián Herranz, Jozef Tomko y Salvatore De Giorgi. Tres cardenales, todos mayores de 80 años, y que conocen muy, muy bien como funciona la curia.

    El contenido de ese informe, según asegura el diario 'La Repubblica', sería demoledor. Hasta el punto de haber convencido a Benedicto XVI de que tenía que dimitir para posibilitar que un Papa más joven y enérgico llegue al Vaticano y se encargue de hacer limpieza a fondo. Porque ese informe revelaría luchas de poder, malversaciones económicas, relaciones homosexuales...

    "Todo gira en torno a la observación del sexto y séptimo mandamiento", asegura el periódico italiano citando a una persona muy próxima a uno de los autores del informe. "No cometerás actos impuros", proclama el sexto mandamiento; "no robarás", dice el séptimo".

    Que el Señor los coja confesados, mon ami.



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  3. Digamos que el vaticano se modernizó. Antes envenenaban a los Papas que ya no eran útiles a la causa, ahora los hacen renunciar.

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