Las navidades de mi infancia, en aquel Alcaudete de los
años cincuenta, empezaban exactamente en el momento en que los maestros
decidían el fin del trimestre, que, para que tuviera algo de ofrenda dadivosa,
tenía lugar en mitad de la mañana, ahorrándonos el último par de horas de frío,
humedad en las paredes y sabañones en las orejas.
Don Rafael, mi primer maestro, nos hacía mil
recomendaciones (ser buenos, no faltar a la misa de los escolares, no ser
exigentes con la carta a los Reyes Magos…) y salíamos del aula muy contentos,
pero aún disciplinados, por si el maestro nos hacía volver y nos regañaba por
algo (teníamos la culpable sensación de que ser niños nunca era inocente del
todo). Así, en casi un perfecto orden de batalla, llegábamos a lo alto de la
Cuesta Encarnación, doblábamos la esquina y, en ese momento mágico y liberador,
ya fuera del control del profe, empezábamos a golpear las carteras donde
llevábamos nuestra enciclopedia Álvarez, y seguíamos el ritmo de nuestra
percusión cantando aquello de:
“Arriba los mantecaos,
Abajo los polvorones.
Que viva don Rafael
Que nos dio las
vacaciones.”
Los más cafres cambiaban los dos últimos versos de la
cantata por un: “Que muera don Rafael, / que ya son las vacaciones”, algo que
me parecía ruin hasta el escalofrío y que, en este caso, tuvo algo de
premonitorio, pues aquel falangista, amigo de mi padre, con el que se tomaba
algún vino de cuando en cuando en mi casa y me sacaba los colores, murió de
cáncer en pocos meses.
El entusiasmo iba creciendo al ritmo en que la cantata
colectiva se iba desinflando y el grupo se hacía menos numeroso. Entonces se
dejaba oír en la radio, a lo largo de todo el trayecto, como un canto proteico
y gregario, lleno de connotaciones mágicas e ilusorias, la cantinela de la
lotería:
“Veintisetemilcuatrocientoscincuentayocho…
Diezmilpesetas.
Cuarentaytresmilsetentaynueve
Diezmilpesetas…”
Ambas músicas eran el pistoletazo de salida de aquellas
vacaciones en que aún conservaba la ilusión de la magia navideña, en que íbamos
a la Fuente Amuña a por musgo para el nacimiento, en que nos permitían tomar
una “palomita” (anís con agua) junto a los dulces navideños, en que estábamos
pendientes de espiar los pasos de nuestros padres para averiguar qué nos habían
comprado para Reyes, aunque públicamente simulábamos creer aún en la generosa
existencia de los tres astrólogos de Oriente.
Si el inicio canónico de la navidad era justamente ese,
en el caso concreto de mi pueblo había una especie de premiere que flotaba en el aire desde septiembre: el olor de la
fábrica de dulces navideños que hay a unos escasos quinientos metros de lo que
fue mi casa. Nada más terminar la feria, empezábamos la escuela y ese mismo día
surgía un microsistema atmosférico que olía a canela, manteca de cerdo, azúcar,
esencias, almendra… Era la fábrica de Productos Mata, famosa por las hojaldrinas
(marca registrada, por cierto), que aún hoy es una potencia en estos productos.
Ese olor es a mi infancia, lo que la magdalena para el personaje de Proust:
parte de mi ADN emocional.
En casa, yo era el menor, y me sorprendía siempre de
ver que los pastorcillos del belén, los camellos de los reyes magos, las
acémilas de los pastores… tenían rotas las patas o brazos de escayola y dejaban
ver unos espantosos alambres que me parecían la prótesis metálica de un amigo
que había sufrido la poliomelitis. Alguna vez, mis padres les hacían una reparación
(le llamábamos de broma, pasarlos por “trauma”) y los repintaban, sin que
pareciera posible encontrar el color justo del resto del muñeco, que quedaba
aún más inválido que antes, esta vez, de una invalidez estética aun más
horrible que la mutilación previa.
La Nochebuena íbamos todos a la misa del gallo, con lo
que yo encontraba una magnífica ocasión para prolongar la compañía de mis
amigos en un horario extra, una ocasión casi única para dejar atrás la tutela
de mis tías y mis padres y quedarnos juagando en la plaza hasta que Serrano, el
municipal (eso de policía local no se conocía por entonces), nos echaba: aún
quedaba un cierto miedo de los tiroteos de cuando los maquis bajaban de la
sierra al pueblo y parecía que los niños estorbábamos siempre y en cualquier
situación.
El día de los inocentes, mi padre se dejaba colgar el
muñeco de papel de ABC con una complicidad que todos disfrutábamos, y la
Nochevieja, tras la cena, mis hermanos se iban al baile del casino. En el
horizonte empezaban a asomar las negras nubes del final de las vacaciones, de
la vuelta al frío de la escuela… y llegaba el día de Reyes, en que fatídicamente sus
majestades pasaban olímpicamente de mis peticiones y me ponían unos juguetes
tan sospechosamente parecidos a los que yo les había visto a mis hermanos un
par de temporadas antes, que cualquier habría jurado que eran los mismos… incluso
los juegos reunidos Geyper en cuyo parchís faltaba una ficha verde…
Y esa misma tarde del 6 de enero, los altavoces del ayuntamiento
desaparecían y los peces en el río dejaban de beber… y quedaba en el alma una
pesadumbre especial, la sensación de un frío que nos rezumaba tristeza por
volver a la escuela. Curiosamente, esa sensación del siete de enero no me ha
abandonado jamás, durante los más de cincuenta años que he estado yendo a la
escuela, como el alumno más aplicado.
Ahora ya somos "niños" libres y asilvestrados, sin tener que volver a la escuela el día 7. Nosotros, que estuvimos en las dos orillas, quién nos iba a decir que formaríamos parte de la letra de la "canción".
ResponderEliminarPor cierto, hojaldrinas no, pero un revuelto de habitas Mata -las mejores- con jamón suele formar parte de nuestro menú (sobre todo si hay que improvisar).
¡Jubiloso tiempo de vacación sin límite!
Las tuyas como las mías... Empezaban con el ritual del colegio, seguían con el atrezo familiar, el adorno del barrio, la ilusión por los regalos...
ResponderEliminarHoy la Navidad es una campaña de temporada de El Corte Inglés y te con inertes en el crematística odias de los Reyes Magos.
Quería decir que te conviertes en el osías de los Reyes Magos.
ResponderEliminarLo de Serrano el municipal, ne ha llegado al alma.
ResponderEliminarYo también lo sufrí.Primo Miguel
Hola que estos días pases unas felices fiestas navideñas, ¡feliz Navidad!.
ResponderEliminarun abrazo.
No deberíamos perderla nunca. Es difícil, pero debería mantenerse intacta, Alberto.
ResponderEliminarNací a mediados de los setenta, pero la Navidad que describes se parece mucho a la que recuerdo yo. Precioso post, lo de "que muera don Rafael, que ya son las vacaciones" me ha recordado una vez que le dio un amago de infarto a un profesor de matemáticas y los malotes de la clase huyeron en tromba al patio del colegio para allí, abrazándose, gritar a voz en cuello "Viva, Viva, Viva, se murió el Gabardino..." No se murió y la verdad es que se cobró la ofensa a base de bien en cuánto volvió del hospital, jeje.
ResponderEliminarUn saludo