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Los carcañales de la abuela Quica




Mi primera incursión en el frondoso universo de las palabras tuvo como extraordinaria maestra de ceremonias a mi abuela Quica, un diccionario abierto a vocablos rescatados del olvido de la tradición oral. Gracias a mi abuela descubrí palabras que en un principio creí imposibles, fruto de su imaginación efervescente. Gustaba solicitarle -por puro placer- que me enseñara una nueva, o que repitiera una en concreto y me explicara su significado; en su voz resonaban con un acento siempre virgen y amplificado. Pero no todas le salían tan afinadas y teatrales. Las palabras que provenían de su memoria remota, de su catálogo emocional, de su vida en su pueblo, Alburquerque, aprendiendo desde muy niña el oficio de su madre, la artesanía del hilo y el alfiler, le salían espontáneas, como si hubiera nacido con ellas en la mente. Sin embargo, palabras modernas, urbanas, industriales, no era capaz de tejerlas con igual competencia. Recuerdo que nos gustaba -los niños pueden ser muy crueles- a mis primos y a mí oírle decir helicóptero. Ella sonreía, siguiéndonos el juego con complicidad, y de pronto emitía el vocablo con prisa, a trompicones, como lo hace el tartamudo, queriendo evitar ceder con ello al fracaso: he-li-co-te-ro. Una risotada unánime inundaba la casa de mi abuela; ella reía con nosotros y repetía su dislexia sin pudor para que cayéramos por fin por el suelo, muertos de risa.

Cuando tenía ocho o diez años, me encantaba quedarme los fines de semana en casa de mi abuela Quica. Y ella disfrutaba teniéndome para ella sola. Recuerdo que un día antes de ir a su casa, iba ella a la carnicería más cercana y compraba un kilo de alas de pollo. Sabía que eran mi devoción; podía comer alas de pollo hasta la extenuación, apurando con delectación los huesos hasta sus tuétanos. Aún hoy tengo asociada esta comida con mi abuela. Un fin de semana con Quica era una lección magistral de semántica avanzada. ¡Abuela, recuérdame qué son los carcañales!, le pedía con avidez científica. Mi abuela, con paciencia, plegaba su pierna para mí, enseñándome su talón. Hoy, ningún sinónimo de carnañal puede sustituir su belleza agreste, su sabiduría fonética. Decir talón es como utilizar un genérico, un término universal para que todos te entiendan; afinar con su acepción culta -espolón de calcáreo- sería caer en una pedantería improcedente. Carcañal, no con ele, con ere rotunda.

Podemos aprender a ampliar nuestro vocabulario, alargar su ancha sombra a lo largo de nuestra existencia, leer, estudiar, memorizar la basta superficie de la demografía semántica, pero al final las palabras que perviven son aquellas que sellaron su impronta en nuestra infancia. Aún hoy sigo sorprendiéndome a mí mismo al repetir la palabra puñetas; en plural y con énfasis tonal. No el término del sastre, no la referencia onanista; la exclamación, el subrayado emocional es lo que importa. Cuando algo se estropea o no sale bien, se va a hacer puñetas; cuando te entran ganas de borrar del mapa la imagen de algún indeseable, lo mandas a hacer puñetas; cuando la vida muestra su cara más inusual o extraordinaria, plegándonos a la perplejidad, decimos ¡puñetas! La conjunción fonética de la pe, la eñe y la te hacen el milagro de orquestar un concierto prodigioso. Pero quien marca el énfasis emocional, quien fija ritmo y tono del vocablo es la eñe, la decimoquinta de 27, a la derecha de la ele en el teclado, la sonante, la nasal, la palatal; el velo de nuestro paladar baja su telón carnoso para dejar entrar el aire por nuestra nariz y quedarse en nuestra lengua. La eñe es una ene con bisoñé, un señor encamado. La eñe sin su virgulilla se siente desnuda y calva. Dicen los filólogos que en un principio la eñe era una doble n, pero que para economizar espacio en los textos, una de ellas se alzó sobre su hermana gemela y con el tiempo, para estilizar la torre, la ene superior tornó en la singular tilde que ahora ondea. Esta feliz mutación lingüística convirtió a la eñe en la letra emblema de nuestra lengua, la espaÑola. Pero para el que escribe, la eñe es la de puñetas, niño, añicos, añejo, peñasco, pañal, coño, ñoño, ñú, la eñe de mi infancia, la de mis fines de semana en Quica, comiendo alas de pollo y haciendo del diccionario un juego sobrenatural.

Comentarios

  1. ay, Ramón! en esta nochecita de domingo, me resbalo niña por el sombrerito de la eñe para decir ñoquis y apoyar la cabeza en el blando reecuerdo del regazo de mi mamá, gracias a los carcañales de tu abuela Quica!

    puñetas, qué lindo escribes! (así está bien?) es gloriosa vuestra palabra puñetas, tan abarcativa.

    y que no nos toquen la eñe, que siempre me trae las manos de mi padre acariciando mi frente, cuando las ñañas de invierno!

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  2. De nuevo se nos cuela Proust en este bar, en el que, muy curiosamente, no paramos de servir magdalenas, ya sea en forma de caracoles o en forma de virgulilla.
    Esas tiernas dislexias repetidas mil veces, más que por ignorancia, por complicidad, por explotar una especie de vis cómica capaza de unir a dos generaciones: clolesterol, apargate, er barcón, plesiglás, viso, estijeras...
    El recuerdo también tiene reglas de ortografía.

    Alberto Granados

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  3. Cierto, se coló mi vena proustiana (que no prusiana). Pero que conste, es un acceso temporal; en nada que las circunstancias se enderecen, vuelvo a la realidad. Lo prometo.

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  4. Curioso que sean los abuelos, la "boca de la literatura", en nuestro caso. Ya hice referencia en ocasiones anteriores a la teoría de Manuel Rivas al respecto. Hace un par de años asistí a un acto en Cosmopoética, lleno de magia, donde él se refería también a sus dos abuelos para indagar en los orígenes de su propio deslumbramiento ante la irrupción del lenguaje, asociado al despertar de la sensibilidad literaria. Lo hizo en la presentación de su libro "La desaparición de la nieve". "La boca es el lugar donde enjambran las palabras", viene a decir entre otras cosas. Y es de eso de lo que estamos hablando, creo. Tu texto es enjambre, es colmena y es miel. Y tu abuela Quica, la reina. Una maravilla, amigo.

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  5. Comparto con Rivas esa idea del origen emocional del lenguaje. Disfruto de mis protopalabras, mi catálogo de vocablos ancestrales. Ellos alimentaron las ganas de aprender e imaginar. A ellos les debo todo el castillo de mis pensamientos, convicciones y emociones vívidas.

    (¡Vaya, ya se apoderó de mí una vez más el amigo Proust!)

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  6. palabra, divino tesoro.
    ñ.
    en uruguay, hasta hoy, los niños asisten a la escuela con túnica y moña. un hermoso moño azul de raso ancho, de unos diez a quince centímetros de anchura.

    salú!
    y buena vida...
    f

    ps: me trajo la añoranza de mi abuela. abu me preparaba para el desayuno, y para la merienda después de la siesta, galleta de campaña con manteca y azúcar...

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  7. Es que el diccionarioe s un juguete maravilloso, Ramón.
    Se agita, se eleva y las palabras empiezan a caer. Es un juego fantástico.
    Si lográramos en la escuela hacer ver esto, convertir al diccionario en el juguete que verdaderamente es, ay, otra cosa sería el mundo que tenemos, ay, bien distinto.

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  8. La eñe de Quica. Su eñe, tu eñe, nuestra eñe.


    Mi abuela Ignacia, española, inventaba palabras. Cacarrutines era una de las que más usaba. Yo no llegué a conocerla, pero mi padre la repetía y nosotras también. ¿Existe "cacarrutines", amigos españoles? ¡Sáquenme de esta duda existencial!

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  9. Malena, puede que tu abuela Ignacia , habilitando una graciosa mutación más fonética que semántica, se estuviera refiriendo a l diminutivo de cagarrutas, excrementos en forma de bolitas de ciertos animales (p.ej. las cabras).
    Un abrazo

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  10. Siiiii, puede ser.
    ¿Sería cagarrutines y mi memoria anda fallando? Porque ella lo usaba para nombrar a las cosas chiquitas, de poca importancia.

    Nosotros decimos que algo es "una mierdita", jajaja.


    GRACIAS, MIGUEL.

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