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Una pedagogía del mal



Una de las primeras reglas de la política consiste en no dejar que la verdad eclipse una buena historia. Se lo dice un mafioso ya consolidado, con plaza y con mando en las turbias calles de Atlantic City en 1.920, en plena Ley Seca, a otro de más crédulos afectos, incapaz todavía de manejarse con soltura en la retórica y confiado, como joven, en la autoridad de las armas y del arrojo puro. La frase la pillo al vuelo en el capítulo que abre Boardwalk Empire, la serie televisiva urdida por Scorsese y que hoy, al fin, he comenzado a ver. Otra regla principal de la política, de la política ejercida como instrumento de poder y no como servicio, es la censura de todo aquello que se le opone y que aspira, en el fondo, a evidenciar los males que fragua y el interés bastardo de esos males en su beneficio. Aquí es en donde empiezo a explicar qué entiendo por censura, cómo afectó esa censura mi crecimiento como persona y en qué punto andamos ahora en este mundo nuestro, globalizado, mercantilizado, convertido en un escaparate fantástico.

El cine, incluso el malo, encierra enseñanzas sublimes que a veces la vida no acierta a mostrarnos. Casi todo lo que sé proviene de las películas. Todavía hoy, ya un talludito servidor de la economía de mercado, incrustado con éxito en la forja invisible de la sociedad, siento que aprendo más con las historias que me cuentan las películas que con lo ganado en la calle, medrando en reuniones, en salidas al mundo, como decía mi amigo K. antes de que decidiera retirarse un poco de todo ese vértigo y esa fiebre y aceptara, con más hostilidad que yo, la supremacía absoluta de la cultura.

Los libros, incluso los malos, encierran también enseñanzas fantásticas que a veces la vida tampoco nos muestra. El banco de recuerdos de mi cabeza se construyó en una butaca de un cine o en un sillón con orejas, en un sofá doméstico o en un toalla de playa, pero siempre había una película o había un libro. Hay cosas a las que uno pertenece y de las que no es posible escapar en modo alguno. De esta pedagogía del yo que ahora anda por ahí escribiendo, enseñando inglés en una escuela o ejerciendo de esposo, de padre, de hijo o de amigo (en ocasiones todo a la vez, en alegre comandita espiritual) hay algo de lo que, sin embargo, todavía no me desprendo, algo sutil que marcó ese aprendizaje libresco y cinematográfico, civil y familiar. Se trata de la censura, de la impotencia que sentía uno al advertir que todos esos artistas empeñados en deleitarme, en fascinarme, en procurarme placer, placer, placer por encima de cualquier otra consideración intelectual, estético o moral, tenían a veces un pie en el cuello que les marcaba el ritmo de las historias, las palabras de la trama, sus gestos, su íntima vocación de libertad.

Recuerdo sentir asco por la figura de Franco al reconocer en él el instigador de una serie de organismos que frenaban en seco (con violencia, en seco, pero de forma hostil y salvaje) la creatividad del pueblo. Es posible que esa edad mía todavía tan tierna me impidiese analizar otros asuntos capitales, de más hondo pálpito político, que podrían anteponerse a éste, a la censura ejercida en las letras o en las películas, pero a mí, insisto, lo que me alarmaba, lo que me producía un dolor indescriptible (por abstracto, por inasible) era el hecho de que todo ese cine que yo amaba y todo esos libros que me llenaban habían pasado (con más o menos fortuna, ay) por las manos del catón cabrón, del censor de un ministerio fantasma, criminal, incivil y, por supuesto, cobarde.

Crecí sorteando los obstáculos, buscando la información fiable, entendiendo que había fragmentos retirados, frases cortadas, fotogramas borrados de un tijeretazo, piezas de un puzzle necesariamente inválido, falto del aliento que lo vio nacer y por el que una serie de personas o una sola habían sacrificado su tiempo y empeñado hasta las cejas su talento, su ingenio, toda esa suerte de bendiciones con las que el arte se defiende ante la mediocridad y ante el vacío. La certeza de saber en qué mundo estaba y a qué grado de retorcimiento podía llegar provino de esta enseñanza elemental y primera. Luego vino Kafka, vino el destrozo del paro, vino el tropel infame de injusticias vomitadas a diario por los teletipos, pero al principio, antes de todo eso, como inyección de mala leche novicia, estuvo el descubrimiento fatal de una institución demoníaca, alentada desde el miedo y productora de miedo.

Ahora la censura se mide en plan cibernético, en reinos alojados en la oscuridad, en territorios en donde no llega la luz del divino google y su algoritmo panteísta. El ahora es un mar encrespado, una falla tectónica rebelde que amenaza con socavar la sólida construcción de la democracia, pero no sé por qué, la verdad es que no tengo ni idea a qué viene este afecto mío repentino hacia el ser humano, he pensado hoy que los tiempos están cambiando, como decía Loquillo. Cambian a golpe de timón semántico, en sentadas en plazas, en foros donde gobierna la palabra y donde el vuelo de sus sílabas esplende en el aire, en el aire sin barreras, sin censores que lo descompriman y lo reduzcan a un vestigio de química orgánica. Será el espíritu electoral, este levantarse en domingo y mirar de frente al sol desde mi ventana, arreglarme dentro de unos minutos, pisar las calles nuevamente, como quiso el poeta, el cantor, el que abrió la luz y encontró pulsos de amor en sus delicadas notas. Perdonadme. Definitivamente estoy sentimental.

Emilio Calvo de Mora

Comentarios

  1. Cambiar algo para que todo siga igual. Esa es la lógica de la censura contemporánea.

    Receta: elogiar la subjetividad compartida (o no), el goce del descubrimiento, la belleza de lo inesperado, sin injerencias publicitarias.

    Cada cual construye su identidad rastreando los retales que deja el pasado e intuyendo con paciencia la estela sutil que nos promete el futuro. Como decías hace unos días, la peor censura es la autoimpuesta.

    Buen día de elecciones.

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  2. Amigo Emilio, el comentario surge esta noche, conocidos ya los resultados de las elecciones. He de decir, para no comenzar autocensurándome, que pertenezco sentimental e ideológicamente al abatido grupo de los perdedores. Y es precisamente el origen etiimológico de la palabra censura, la de censor como encargado de censar , de contar los habitantes de la urbe, el que se nos muestra aquí y ahora como ejecutor de una censura grave y democrática que habremos de asumir con dignidad y la cabeza alta. Somos humildes trabajadores de procedencia humilde y humildes en nuestra actitud de seres humanos solídarios con los desheredados, con los que sufren. Creo que ello significa la adopción de un sistema de valores que impregne no solo un código de conducta, sino también una convicción. Estaré siempre con quien defienda esos valores, aun siendo consciente de que se pueden cometer errores, inherentes siempre a la condición humana en cualquier alabor que se desarrolle.
    Es la hora de saber perder. Los "censores" han hablado.

    Buena noche oscura del alma. Y buena suerte.

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  3. Los tiempos están cambiando, Emilio. Sin duda. La censura original consistía en negar el acceso a la información. La censura actual consiste en dejarnos acceder a información confusa. Tanto que ya no sabemos cuál es cierta y cuál no lo es.

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  4. la censura es una vieja prostituta que no puede abandonar su amor por las monedas, vengan del catón que venga. vaya ratas y vaya mauses!

    me has recordado que pronto para nosotros serán días de elecciones, que la soberbia del poder nos subirá a ese patíbulo tres veces! y estará la censura perturbando a la libertad, como siempre lo hace.

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