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Por amor a los números

Hay matrimonios en apariencia convencionales que guardan las facturas y los recibos, las letras del piso y la póliza de seguros en un archivador beige o azul o rojo que depositan en una estantería no excesivamente alta, junto a las obras completas de Tolstoi o de Neruda y los álbumes de fotos de cuando la playa o el cámping o la Semana Santa en Córdoba. Cuando el archivador está reventón y amenaza con derramarse en números y en vencimientos, ella escribe en un post-it la palabra archivador y la pone en el frigorífico o en el espejo del cuarto de baño. El acto de comprar otro archivador le produce un placer absoluto. Igual que hay quien colecciona minerales o sellos de ferrocarriles, a ella le fascinan los archivadores. No el objeto hueco, usado decorativamente, sino el archivador abierto en sus guías, hecho al manejo, bien preñado de documentos. De hecho no se desprende de ningún ticket de aparcamiento, comprobante de compra del súper o extracto del cajero con el saldo a fin de mes: todo invariablemente alimenta al archivador. Unas veces rojo; otras, azul; las más, unos blancos con unas rayas cruzadas de color negro que se vendían a un precio fantástico porque la tienda de veinte duros cerraba.

De noche, cuando se sienta en el salón y rodea con sus manos el té mientras mira sin mirar una película o una serie de televisión, no puede evitar elevar la vista y posarla en las estanterías, en los archivadores, y que un espasmo de placer le navegue la espalda y muera en la nuca, izándola del sofá, erizando el fino vello de sus brazos, pulsando fibras sensibles que ni su marido ni ninguno de los ocasionales amantes de su juventud le revelaron. A él estas inclinaciones amatorias le causan indiferencia. Se limita a aceptarlas y considerar que no son dañinas ni alteran el bienestar familiar, la coyunda de los viernes o las cenas en casa de los amigos, bebiendo sin mesura, haciendo como si la vida no les pasara factura.

Hay visitas de sensibilidad tan fina que advierten que la historia de la familia no reside en los álbumes de fotos y que las obras completas de Neruda, los Episodios Nacionales de Pérez Galdós o el lienzo falso de Klee en la pared no dejan de ser testimonios vacíos de una cultura postiza, señales de un mundo interior precario, falso, muy débilmente defendible si terciara la ocasión de revelarlo. Tampoco está esa historia doméstica en los marcos fotográficos que alfombran la mesa del recibidor ni en el cuadro del antepasado de alcurnia sobre quien recae el origen de la fortuna familiar. No importa en absoluto cómo se cogen las manos o con qué amorosa ternura se hablan. Se aman en las colas de la charcutería, en ese rato íntimo en la cocina en donde garabatean la lista de la compra, en todo lo que después deje un rastro facturado y registrable. Y al igual que hay parejas que revisan los años compartidos dejándose llevar por las páginas de un álbum, riendo unas fotografías, llorando otras, ellos cuentan cómo les fue y en qué fueron felices comprobando libros de cuentas, mirando con arrobo casi enfermo las letras de cambio, las libretas de ahorro, los cientos de tickets de compra, con sus importes, con sus fechas de cargo, con la hora en que fue imprimido y quién atendió la transacción.

Salvos excepciones, familias con un sótano espacioso o familias con escaso sentido de la disciplina en materia financiera, los archivadores fagocitan la obra entera de Víctor Hugo que es, como intuye el amable lector, ingente, abrumadora, pantagruélica. Los archivadores, en casos extremos, ocupan habitaciones enteras. Se tardaría una vida en contar la vida escondida en las baldas. Hay quien refiere la historia de un matrimonio que terminó por buscarse una segunda vivienda destinada a almacenar toda la burocracia familiar. Guardaban las facturas en cajas de zapatos. En cajas de plátanos de Canarias. En cajas de corbatas de marca. En cientos de cajas. Cajas grandes. Cajas pequeñas. Cajas verdes. Azules. Rojas. La literatura es la que siempre pierde en estos casos. Tolstoi es el pobre perjudicado en este festín de grises funcionarios.

Emilio Calvo de Mora

Comentarios

  1. Las facturas de aquellas cenas con el amante, el recibo por el reloj regalado a esa persona que ya no está, los remitos de los envíos de flores a domicilios que no eran el familiar y otros papeles que no viene al caso mencionar, los guardan una caja negra en el fondo del archivador.

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  2. La intrahistoria de las vidas corrientes está escrita en los resguardos de compra amarillos del El Corte Inglés. Hay en ellos más guerra y paz de las que pudiera imaginar Anna Karénina. El verdadero realismo, casi diría la minuciosidad detallista, aun más, el puntillismo literario, yacen en esos archivadores, obras completas de la rutina, autobiografías al minuto de la vida cotidiana. Ya hubiera querido Sigmund Freud ese material y no esa sentina del subconsciente que acumulan los sueños. Pero, ya puestos, me pido un archivador sofisticado, formato caja-libro, simulación piel con estampaciones doradas y título pomposo (v.gr. "À la recherche du temps perdu"), para las facturas de las bodas, bautizos y comuniones familiares. Pongamos que hablo de Marcel Proust.

    Bravo por Emilio ( y Zola, con las cajas de los chinos) .

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  3. Me pillaste. Nosotros somos (mi mujer y yo) de las parejas que almacenan recibos, coleccionan documentos que certifican nuestro adeene consumista. Solo cuando revienta el archivador, hacemos limpia. Y vuelta a empezar.

    Efectos perversos de la modernidad. Envidio a Adán y Eva, cuando con una manzana bastaba para pecar.

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  4. Mi sótano se asemeja ya a las cajas sorpresa de las fiestas de cumpleaños. Ante la imposibilidad de almacenar más testimonios de vida que pronto a nadie interesarán (creo ni a mí), tizona en mano, libré descomunal batalla.
    Sólo conseguí reducir ligeramente sus mesnadas (el maletero del clio a rebosar). Pero no fui capaz de tirar ni una factura, ni una nómina,...
    Cobardemente sólo derroté viejos apuntes de cursos de perfeccionamiento, los más débiles.
    También a mí me pillaste.

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