Los seis hombres se sientan en un rincón soleado alrededor de
Mario. Les ha prometido un cuento lleno de intensidad y saben que no los va a
defraudar, que siempre cumple las expectativas. Cuando le encargaron un cuento sentimental
y les contó aquel en que una mujer abandonaba a su marido porque la había
decepcionado, todos terminaron con lágrimas mal disimuladas en los ojos, y eso
que a ninguno de ellos se le puede acusar de ser un blandengue ni de que les
falte lo que hay que tener. Y cuando les contó el del padre al que se le murió un hijo pequeño, supo transmitirles
tal patetismo que el silencio emocionado se podía cortar. Saben ya que es un
narrador excepcional y la rutinaria inactividad los obliga a buscar la emoción
de sus cuentos, que, al decir de Manolo, “el Murciano”, los mejora como seres
humanos.
Mario es argentino y llegó a España cuando era próspera,
cuando el dinero salía alegremente de cualquier cartera. Consiguió un
privilegiado empleo, pues labia no le falta. Es un hombre bien parecido, un
piquito de oro, de estos que se hacen notar cuando entran a un sitio. Picó
alto, muy alto. Sin embargo, después las cosas se le torcieron, como a todos. Y
aquí está, en esta reunión de cada jueves, dispuesto a contarles el cuento que
toda la semana lleva creando para ellos.
Encienden
un cigarro y lo observan expectantes. Se hace poco a poco un silencio reverente
que los envuelve y los preserva de las conversaciones y ruidos del entorno. El
cuentacuentos se ha quedado absorto, como traspuesto, mirando a un punto del
infinito. Lo conocen y saben que la narración está a punto de empezar. Esperan
ese gesto casi litúrgico de entrecerrar los ojos y levantar una mano que
agitará suavemente durante toda la narración como si poseyera un extraño poder
hipnótico. Se aclara la voz y comienza:
Se la llevaron al despacho porque en
las cámaras la habían visto meter en su bolso algo de la sección de lencería.
Dos vigilantes la llevaban cogida por los brazos y el conjunto le pareció el de
un ángel escoltado por dos titanes o el de una condenada a muerte entre dos
verdugos. Fragilidad contra fuerza. Belleza contra brutalidad. Tomó partido por
la chica sin adivinar que iba a quedar cautivado para siempre.
Le indicó una silla y la muchacha se
sentó cómodamente, sin aparentar la menor preocupación, como si no se hubiera
metido en ningún problema. Él rellenó el parte: nombre, DNI o pasaporte, dirección,
teléfono, naturaleza del género hurtado... Sólo había cogido unas braguitas: 4,70
euros. A Mario le parecieron abiertamente coquetas y cuando se dio cuenta
estaba pensando en aquella chica vestida sólo con la sugerente prenda que
reposaba sobre su mesa como una tentación caliente y palpitante.
-Haydée, ¿es usted consciente de que
se ha metido en un buen lío? (Silencio absoluto por parte de la chica)... Veo
que es usted cubana. ¿Su situación migratoria es legal? (Vertiginosa negación
con los ojos, unos ojos bellísimos, de mirar muy dulce). Pues anda que el papelazo
en que me ha metido... Porque si paso el parte a la policía es probable que...
¿ha robado algo más? (Negativa con una deliciosa sonrisa, llena de vida y
promesas). Contésteme, por favor, ¿merecía la pena generar un problema legal
por 4,70? (Silencio resignado). Habrá que registrarla. Espero que no se
oponga...
Y pulsó el interfono para que pasara alguna
de las vigilantas a
registrarla, pero ambas estaban ausentes. Miró a la muchacha, que sin mucha
preocupación habló por primera vez con cierta energía:
-No soy ninguna mojigata. Si tienes
que registrarme, hazlo, pero no curses el parte, por favor –y puesta de pie empezó
a desabrocharse la blusa.
Él se quedó pasmado. No podéis
imaginaros qué bonita era. Pequeña de estatura, pero muy bien proporcionada. Un
cuerpo que enciende a un muerto, unos ojos pardos casi del color de la miel, un
pelo castaño cortado con mucho gusto, unas formas deliciosas, una piel
tostada... y ese olor almizclado que exhalaba aquel cuerpecito adorable...
Empezó a desabrocharse el pantalón y se quedó en ropa interior, un escueto
tanga casi transparente y un sujetador que mostraba unos pezones rosados y
turgentes.
Señorita, ¿pero qué hace? –casi gritó,
y al momento entraron los dos captores, que esperaban a la puerta del despacho
por si tenían que intervenir o entregarla a la policía. También se quedaron
atónitos al ver su belleza. Él les ordenó marcharse y le pidió a la chica que
se vistiera de nuevo. Estaba muy confuso y consciente de que no olvidaría con
facilidad aquellas tentadoras formas. Decidió no cursar el parte, borró todos
los datos y se lo comunicó. Ella cogió sus cosas y le dio un beso.
-Muchas gracias. Te debo una –y se
marchó como si no hubiera pasado nada.
Unos días después, la empresa de
seguridad que trabajaba para aquellos grandes almacenes presentó un expediente
de regulación de empleo. Muchos compañeros fueron a la calle y él pasó de ser
el jefe a hacer mil cosas relacionadas con los equipos de vigilancia (era un
manitas con las cámaras y la tecnología) y completaba horario haciendo un
simplificado turno de cuatro horas de noche en aquella prestigiosa tienda. Cuando
protestó por quedarse solo le dijeron que tenía alarmas, cámaras, armas... y
que o eso, o el paro.
Una mañana en que salía de la tienda a
la hora del almuerzo, se la encontró. Ella le dio un tenue beso, se cogió de su
brazo y le propuso tomar una cerveza.
-Pago yo –añadió.
Volvió a sentirse abrumado por aquella
mujer. ¡Era tan hermosa! Aquella cara tan bonita, sus caderas, su cintura, ese
busto... y ese desinhibido comportamiento...
-No te vayas a creer que te he buscado
por la ayuda que me prestaste. Aunque te la agradezco, no soy una mujer fácil y
nunca permitiría que te cobraras el favor. Simplemente, me gustaste y me da
igual que seas el que me sorprendió en un hurto, el párroco de esa iglesia de
ahí enfrente o el camarero de este bar. Me gustaste y por eso te he buscado.
Para mí es importante que quede clara la diferencia. Tu generosidad no tiene
nada que ver con esto.
Tras varias cervezas, ella le tomó el
número del móvil y le aseguró que se pondrían en contacto nuevamente. Después
se acercó, le dio otro breve beso en los labios y se subió a un autobús, sin
darle tiempo ni a pestañear.
No conseguía quitársela de la cabeza
ni de día ni de noche, con un deseo dañino y doliente, con una irritabilidad
poco común, como si fuera un adolescente enamorado por primera vez. Miraba mil
veces al día el registro de llamadas, los mensajes de voz y de texto o whatsapp... pero no había rastro de aquella mujer,
que siendo tan normal, lo volvía loco. Por fin, una mañana en que estaba de
servicio en los almacenes, recibió la llamada de Haydée. Quería saber cuándo
podrían verse. Quedaron para comer juntos en la casa de ella, situada en el
barrio más humilde de la ciudad. Al llegar, la comida estaba preparada con muy
buen gusto y olía muy bien. Sin embargo no probaron bocado hasta transcurrido un
rato, pues tan pronto entró al exiguo apartamento, pobremente amueblado y frío,
él la besó. Fue un beso intenso y un cataclismo interior intensificó su pasión.
En un triste sofá volvió a besarla muchas veces y le desabrochó la blusa y jugó
con sus pechos mientras intercambiaban mordiscos y caricias llenas de
delicadeza. Ella no lo dejó continuar. Cuando intentó desabrocharle los
pantalones se negó.
-No soy una mujer promiscua,
entiéndelo. Lo que tenga que llegar llegará, pero todo en su momento. Acepta
esta pequeña imposición. No me gusta sentirme sucia y no es mi estilo
entregarme así, al primer encuentro, sin saber nada de ti. Espero que me
comprendas.
Fue consciente de que no había otra
opción, así que comieron juntos aquella comida, ya fría. Tras el café, hubo otros
muchos besos deliciosos y finalmente se marchó. Aquella noche, mientras
vigilaba los monitores, ella lo telefoneó para preguntarle si se sentía molesto
por su negativa a seguir lo que él había empezado con tanto ardor. Añadió que a
ella también le apetecía, pero que se había llevado más de una decepción y que
quería tener seguridad en lo que sentía.
Se sintió feliz como un niño al que se
le promete un regalo. A la mañana siguiente, lo volvió a llamar. Deseaba verlo un
rato tranquilamente. Él respondió que era imposible con su nuevo horario dividido.
Ella insistió y quedaron en verse a la hora en que él entraba a los almacenes
para el servicio nocturno. En la puerta ella le pidió que la dejara acompañarlo
un rato.
-La noche tiene que ser terriblemente
larga mirando unas pantallas donde jamás pasa nada –añadió.
-Pues ese es el caso, que si te dejara
pasar, mañana estarías en todas las grabaciones y yo iría a la calle..., pero
creo que hay una solución. Vuelve mañana a esta hora.
Imagen de un informativo de Antena3
Él pasó aquella noche haciendo una
grabación extra que pasó a un minúsculo disco duro portátil. En su casa le
añadió las funciones calendario y reloj de la noche siguiente. Esa iba a ser la
falsa señal que las cámaras grabarían durante las cuatro horas de turno, sin
una mínima presencia de Haydée, ya que la grabación registrada sería la de la
noche anterior.
-¡Jolín,
qué bueno! –dice Rosita la Soltera, un travestido que hay en el grupo.
“El
Murciano” lo fulmina con la mirada y le ordena callar:
-¿Es
que tienes que interrumpir siempre a Mario? Cállate ya, hombre...
-Perdón,
perdón... Ya no abro el pico –y el argentino sigue con su relato:
Aquella primera noche, ella sintió
deseos de recorrer la sección de lencería. Decía que siempre había soñado con
ropa interior cara, con el poder de seducción que esta comportaba. Él le abrió
las cerraduras de seguridad de los
cajones y expositores y ella dispuso de todo cuanto se quiso probar. Siempre se
cambiaba pudorosamente detrás de una columna, pero él veía en los espejos un
desnudo de caleidoscopio, con mil ángulos y facetas de aquel cuerpo. Después,
todo volvió a su lugar y, tras unos besos deliciosos y unas caricias cada vez
más permisivas, la chica se fue, pues la ronda de la empresa iba a llegar para
su rutinaria comprobación.
La segunda noche Haydée no había
cenado, así que bajaron a la planta de platos precocinados y de delicatessen. Nadie iba a notar al día siguiente que
faltaban unas latas de cerveza o una botella de cava, un poco de caviar ruso o
unas ostras. Jugaron a las películas en que la protagonista se dejaba seducir
por el lujo. Ella se sabía fragmentos de guiones del cine americano clásico y
los reproducía con una voz insinuante, que encantaba al muchacho y lo encendía.
Y llegada la hora, como Cenicienta, se marchó mientras él arreglaba el trucaje
de las cámaras para la noche siguiente.
En otra ocasión visitaron la sección
de joyería. Totalmente desnuda esta vez,
se puso cien joyas distintas repartidas por su cuerpo. Él se dio cuenta de que
el oro, con ser oro, salía ganando al reposar sobre aquella desnudez, por
primera vez francamente ofrecida. Su deseo era ya desesperado y le preguntó
cuándo iba a ser suya de verdad. Haydée le tapó la boca con sus labios y le
susurró al oído, tras morderle suavemente el lóbulo, que cada cosa a su tiempo.
Hubo una noche en que ella pidió quedarse en el cuarto de los
monitores: estaba preocupada por algo y no tenía ganas de recorrer las prósperas
secciones para recoger sólo las migajas de una buena vida que nunca sería suya.
Su tristeza lo conmovió y él le ofreció toda la ternura que pudo.
-Esto es muy aburrido, ¿verdad? ¿Cómo
funcionan estas cámaras?
Le explicó brevemente lo que hacía
durante su trabajo. Después le dijo que estaba enamorado, que la necesitaba,
que soñaba con tenerla entre sus brazos.
-¿Cuándo serás mía? –le preguntó
suplicante.
-Mira, una cosa es el deseo y otra la
realidad. Esta es siempre más miserable que lo que el deseo enaltece. No quiero
decepcionarte. Y no creas que yo no tengo mis ganas... No soy de piedra y si me
dejara llevar..., pero no puedo... Cada noche vengo y durante unos instantes
disfrutamos de todo lo que jamás será nuestro: joyería, peletería, cenas de
lujo, los mejores vinos y cavas, perfumes, la música que nos gusta en cada
momento... Nada es nuestro, pero todo lo gozamos como si fuéramos los únicos poseedores,
como si todo esto nos perteneciera, ¿verdad? Es mucho más de lo que la vida
real ofrece normalmente. Cada sueño, cada capricho, cada ambición... se cumplen
durante un rato que siempre nos parece corto. Después todo se desvanece y
volvemos a ser los sobrevivientes perdedores que realmente somos, y
entonces el sueño ha perdido su magia. Yo
vengo a ser como esta situación. Disfrutas de mi cuerpo cada noche, sueñas con
tenerme, pero yo no soy tuya –y tras desnudarse lo abrazó y se dejó acariciar ya
sin ninguna reserva. Aquella lengua sabia, aquellos labios, le ofrecían al
joven los besos más cálidos que jamás había experimentado. Notaba sus pezones
calientes, punzantes, llenos de vida y se sentía fascinado por aquella mujer,
pero intuyó que jamás sería totalmente suya. Sospechaba que algo inexplicable
se interponía frustrando su felicidad. Como adivinando sus dudas, ella añadió:
-Si me tuvieras, aunque sólo fuera una
vez, todo se estropearía. Perderías la magia del deseo, el anhelo de lo que no
se tiene. Todos los sueños se vienen abajo tan pronto como se alcanzan. Yo
también tengo mis sueños, mis deseos, mis planes... y me estoy enamorando de ti
mucho más intensamente de lo que llegué a creer. La prueba la tienes en que te
estoy permitiendo lo que no conviene... pero no quiero que lleguen la decepción
y la rutina, que se pierda el hechizo –y se vistió dejándolo perplejo y
angustiado. Al acompañarla a la puerta ella lo abrazó y humedeció su cuello con
unas lágrimas que lo desazonaron profundamente.
Hubo muchos más encuentros hasta aquella
noche de san Valentín en que llegó muy contenta y lo besó con mayor entrega que
nunca.
-Me gustas mucho –le dijo-. Creo que
ha llegado el momento que tanto he esperado. Esta noche va a ser muy especial,
te lo aseguro. Inolvidable –y volvió a besarlo con una ternura inusual, con
unas lágrimas emocionadas que la hacían aún más bella y deseable.
A petición de ella, ambos fueron esta
vez a la sección de dormitorios y eligieron una cama con colchón de agua,
enorme y sensual. La rodearon con espejos y la vistieron con sábanas de seda del
color del vino tinto. Cada vez que se cruzaban, él la abrazaba, pero ella lo rechazaba
y acallaba con un dulce “¡Espeeeeera!” que redoblaba su deseo.
-Hoy te voy a hacer sentir de verdad.
Lo de esta noche va a ser realmente especial, pero necesito un decorado también
especial –y sacó de su mochila unas esposas con las que sujetó a la cabecera de
la cama, con perversa sonrisa, las manos entregadas de su amante. Después cogió
las llaves y añadió:
-Un poco de paciencia que voy a
maquilarme y perfumarme, a por una botella de cava y unas ostras, a por unas
joyas y un abrigo de piel bajo el que no habrá nada cuando lo veas. Sé bueno y
espérame -y le echó la sábana sobre la excitada desnudez mientras hundía su
lengua en la otra boca ávida.
Él sonreía, esperando los goces
prometidos. El contacto con la seda lo excitaba y pensaba en el regreso de la
chica, saboreando los mil deleites anunciados. Tras unos minutos, la primera
sospecha apagó tanto su sonrisa como su excitación. Empezó a llamarla, al
principio suavemente, después a voces. Sólo silencio. Seguidamente, la certeza
se abrió camino e intentó en vano liberarse de aquellas esposas. Finalmente se
rindió a la evidencia y, paradójicamente, la deseó más que nunca al comprender
que no la tendría jamás.
La ronda llegó a su hora y lo encontró
desnudo y esposado al cabecero de la cama. Una ligera inspección permitió evaluar
las dimensiones del expolio: las mejores joyas, los más caros abrigos de
pieles, costosos equipos de música y de electrónica, televisores, cámaras de
fotos, portátiles, tablets, vinos, alimentos selectos... El aparcamiento abierto y las barreras
levantadas hicieron pensar a los investigadores que se habían usado tres o
cuatro vehículos para transportar el botín. En el cuarto de los monitores, un
abrigo de piel echado sobre los hombros de un maniquí (ella le había prometido
que cuando lo viera “no habría nada debajo”, recordó angustiado) y sobre la
mesa un folio en el que alguien había dibujado un mínimo esbozo del rostro de Haydée,
sin facciones, que sostenía dos durísimos diamantes falsos que simulaban ser dos
lágrimas. Varios millones de euros (según los peritos del seguro) en un trabajo
impecable (según la policía). Las grabaciones de las cámaras no contenían ni
una sola imagen de la chica, no se encontró una sola huella, nadie sabía nada de
una cubana con ese aspecto, y el domicilio donde él la había visitado estaba desocupado,
según los vecinos, desde hacía mucho tiempo. Por otra parte, él se negó a
facilitar una sola pista, pues no quería perjudicarla. Pobre hombre... lo que
debió sufrir... ¿No os parece, chicos?
Mario
sale de su transfiguración narrativa y recupera el semblante habitual.
-Y
esta ha sido la historia de hoy... –añade buscando el efecto de su relato en
los oyentes-. ¿Os ha gustado?
Ellos,
hasta entonces absortos en el hilo de aquella trama, se incorporan y estiran
las piernas. Hay una sonrisa admirativa en sus rostros y cada uno le entrega
cinco euros al cuentacuentos. Comentan el efecto que les ha producido el relato:
-Yo
la cojo después y la mato, ¡vamos, es que se merece morir por cabrona! –asegura
melodramáticamente Rosita.
-¡Qué
tía más peligrosa! –exclama Rogelio-. Para que te fíes de las mujeres...
-¿A
qué has dicho que olía su cuerpo? Es que no me he enterado bien... –inquiere el
jovencísimo Pepín Torres, sin obtener respuesta alguna.
-¿Sabes,
Mario? Lo cuentas todo tan bien que parece que te hubiera pasado a ti –asegura
en tono admirativo “el Murciano”.
Mario
trata de ocultar el efecto que este último comentario le ha producido, pues le
ha hecho recordar la dolorosa muerte de su hijo en la piscina del chalé que
había alquilado, el abandono de su compañera (Sos un pendejo y ya se acabó este quilombo. No te soporto más. Regreso
a Buenos Aires), el engaño de la mujer que tanto quiere aún, los ocho años
de condena...
En
ese momento suena la sirena y los funcionarios empiezan a meter prisa a los
internos. Es el recuento de media mañana y todos tienen que ir rápidamente a
sus celdas.
Al
menos ha conseguido algo que muy poca gente alcanza a conocer: la fuerza
inextinguible de ese deseo que jamás se hará ni realidad ni rutina. Eso sí que
se lo tiene que agradecer a Haydée (si
es que se llamaba así), la chica cubana (si es que era cubana) que lo amó (si
es que llegó a amarlo, que esa es su gran duda)...
Mario
responde a “El Murciano”:
-No
hombre, a mí no me pasan esas cosas... ¡Qué más quisiera yo! –y sonríe forzadamente
a su compañero de celda.
Comentarios
Publicar un comentario