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Días sin suerte (I)


Un buena parte de la humanidad necesita romper con la monotonía y por eso busca lo inusitado, se enfrenta continuamente a situaciones nuevas, a peligros y es feliz con ello. Son los aventureros, que necesitan sentir la adrenalina en sus venas, como una droga estimulante. También existe el otro grupo, tal vez el más numeroso, que se ampara en los hábitos, esa “segunda naturaleza” de la que hablaban los psicólogos, pues encuentra en ellos una seguridad de claustro materno, una tranquilidad que sólo lo previsible puede proporcionar. Me atrevo a catalogar de “personas normales” a quienes nos aferramos a lo conocido, a la rutina, como el náufrago se aferra a su tabla de salvación o el niño a la mano de su madre.

Con todo, el azar provoca a veces situaciones en que el rutinario se ve obligado a actuar en contra de sus hábitos y el resultado puede ser devastador. Nos resultan comunes noticias tales como que un conductor muere arrollado por un coche cuando se acababa de bajar del suyo para ayudar en un accidente de tráfico o que alguien se ahoga al intentar ayudar a un bañista en peligro. Pensamos, inevitablemente en la mala suerte, en que habría bastado con no variar un ápice su rutina y la víctima no lo sería, pero la vida no alberga la posibilidad de retroceder en el tiempo o en las situaciones. Si fuera posible hacerlo, Juan Manuel seguiría viviendo su rutinaria vida, tan feliz.

Juan Manuel era de esas personas absolutamente predecibles, pues un día de su vida era igual en casi todo al siguiente o al anterior, sin más diferencias que las que marca el paso de las estaciones, algún viaje con Ana o el modelo de coche que cada cinco o seis años tocaba renovar. Todo lo demás era una sucesión de días marcados por la rutina con la precisión de un mecanismo suizo de relojería.

Juanma se levantaba temprano y, una vez arreglado, desayunaba, compraba el diario, sacaba de la cama a los niños, los dejaba en el instituto y llegaba al estudio de arquitectura del que era socio. Allí desarrollaba con verdadero método su trabajo junto al heredero de don Diego, su primer jefe desde los tiempos en que acabó la carrera. En aquel tiempo, que ya empieza a ser lejano, le pidió que le diera clases a su hijo. Le ayudó con algunas asignaturas que al muchacho se le habían puesto cuesta arriba y demostró inmediatamente su capacidad docente, ya que el chico terminó la carrera mucho antes de lo pensable. Esa fue la raíz de la amistad que llegó a unirlo con don Diego, que, agradecido, contrató primero a Juanma con carácter fijo y, un tiempo después, lo asoció al estudio.

 A la muerte del padre, la jefatura nominal del estudio pasó al hijo, como accionista mayoritario, si bien éste se sentía más seguro cuando Juanma ratificaba sus cálculos o le echaba un vistazo a los presupuestos de una obra. También era consciente de que Juanma era mucho más hábil en el regateo con empresarios y proveedores y que era, en cierto modo, el continuador de su padre, de forma que las decisiones finales eran siempre las que sugería Juan Manuel, en quien el heredero encontraba la seguridad empresarial que siempre le faltó. Jefe y socio sentían sobre todo una intensa amistad y formaban casi una familia laboral en que primaban los afectos sobre los negocios.

Aquella tarde, Juan Manuel se sentía indispuesto. Además, el teléfono no paraba de sonar y no se concentraba. Comunicó a Diego que se llevaba el trabajo a casa y llamó a Ana para decirle que llegaba en un momento. No tenía ganas de andar, por lo que se dirigió a la cercana parada del autobús. Iba congestionado y le dolían las sienes. Al doblar la esquina se encontró con la calle cortada por la policía local: un incendio se cebaba en los tres últimos pisos de un edificio. Delante se agolpaba un montón de gente que recorría toda la gama que empezaba en los aterrorizados vecinos del bloque, los dueños y clientes de los negocios colindantes y esa siempre curiosa multitud que sabe combinar el horror con el morbo.

Alegoría de la diosa Fortuna (Blog de wordpress uraniaypsique)

Giró en redondo para buscar otra vía que lo condujera a su casa y oyó un gemido que venía del lateral del edificio que ardía. Prestó atención y le llegó un llanto infantil. Después, a través de una celosía metálica, vio asomar unas manos que trataban de abrir un hueco. Desde abajo, Juanma veía unas manos de pintadas uñas que en vano intentaban forzar aquellas bandas verticales de aluminio que tal vez cubrían el lavadero de todos aquellos pisos. Por momentos, asomaban otras manos diminutas. Comprendió que la jornada iba a terminar siendo muy difícil, uno de esos días sin suerte que el destino envía aleatoriamente y que le acababa de tocar a él de manera inexorable. Imaginó que se  trataba de gente que se había visto atrapada por el fuego en una esquina del bloque, tal vez una madre y su hijo de corta edad.

Empezó a ponerles cara e, inexplicablemente, asoció aquella dramática situación a Ana, su mujer, y a su hija pequeña. Comprendió que no podía inhibirse. Se sorprendió por su súbita resolución, tan contraria a su manera de ser, y empezó a pensar cómo sacar de las llamas a aquella mujer y a la niña, por las que sintió una infinita ternura, casi suficiente para dejar de lado su rutina y jugarse la vida por ellas.

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