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I. Como os lo cuento



Como os lo cuento. Abro la puerta y sin mediar palabra me entrega un sobre. Léelo en mi funeral, me dice. Antes de que se vaya, le agarro del brazo. ¿De qué va esto, Luis? No suelta prenda. Ya sabéis cómo era, siempre ha tenido fama de arisco y pocas palabras. Quizá por eso no me sorprendí mucho cuando me entregó el sobre. Pero no podía permitir que se fuera sin darme una explicación de su conducta. Se presenta a las once de la noche, en plan Boris Karloff, y pretende irse sin más. Va a ser que no. Después de mucho insistir entra. Nos sentamos. ¿De qué va esto? No abro el sobre. Me muero, Carlos, me muero. ¡Qué! Me quedo de piedra. Poneos en mi lugar. Llega de improviso un amigo y os entrega un sobre que supuestamente debes leer en su supuesto funeral, y a continuación os confiesa que le quedan apenas dos meses de vida. ¿Dónde están las cámaras? ¿Es el día de los santos inocentes? Pues no. Se muere. Leucemia mieloide aguda. Lo de aguda pinta mal. Suena a que en nada la endiñas, sin apenas darte tiempo a ordenar tu vida y despedirte. Aún se me ponen los pelos como escarpias solo de pensarlo. Mientras lo escribo me acojono, en serio. Y eso que ya han pasado cuatro años de aquel día. Como os podéis imaginar, Luis murió. No llegó ni a los dos meses. Y a mí me tocó leer la carta que contenía el misterioso sobre. ¡Cómo podía decir que no! No podía escaquearme. Puedes escurrir el bulto si se tratara de una petición insustancial: recógeme al niño, ven conmigo al cine, ¿te hace una rallita de coca? En fin, ya me entendéis. Pero si un amigo se te muere y te pide un mes antes que leas la puta enciclopedia británica de un tirón, pues la lees y punto. Aunque no te apetezca, estás jodido. Debes leerla. Y así lo hice. Por supuesto, nadie sabía de la existencia de aquella carta, ni siquiera su mujer. Podía haberme hecho el tonto y tirar la carta por el retrete, pero no lo hice. 

1. No la leas ni se lo digas a nadie antes de mi funeral.
2. Léela solo durante mi funeral. 

Esas fueron las reglas. Luis era pulcro en esto de las normas. Si se sentía obligado a realizar algo, ese algo debía hacerse bajo estrictas condiciones, a fin de que la perfección y el éxito de la empresa estuvieran asegurados. De lo contrario, se cogía un rebote de la hostia. Leer la jodida carta era una forma de rendirle homenaje a aquel mamonazo, como si fuera él mismo quien la leyera, como si estuviera allí después de muerto. El puto Cid Campeador, ese era Luis. No le hice preguntas. Se fue de mi casa y solo volví a verle en una ocasión, un encontronazo en la calle, un hola, qué tal, no me contesta, le digo adiós y nada más. Estuve tentado de llamarle, pero por alguna razón pensé que era mejor dejarlo estar, cumplir mi misión y nada más. Leer aquella carta era mi aportación, ¿por qué forzar un encuentro en el que ni él ni yo sabríamos qué decir? Hasta la fecha no se me ha muerto ningún amigo; familiares ya ancianos sí, pero nadie de mi edad. Luis ha sido el único. No sé si os ha pasado a vosotros, pero una vez que alguien te dice que se va a morir no sabes cómo tratarlo. Quieres hacer como si nada y hablar solo de cosas intrascendentes, pero por dentro te entran ganas de salir corriendo. De lo contrario, te derrumbas. Un enfermo es un ser de otro mundo; está a un pie de convertirse en polvo de estrellas y eso lo vuelve especial. ¿Me entendéis? El resto de mortales nos quedamos aquí, afanados en jilipolleces, pero él, él solo puede pensar en el vacío oscuro de la inexistencia. Me mareo solo de pensarlo. Esto me hace pensar en Mario, Mario Pucela, un tío espigado, lleno de granos, un cachondo de cuidado. ¡Qué tiempos aquellos! Hace años que no le veo, pero de todas las estupideces que hicimos juntos lo único que no se me va de la mente es una conversación que tuvimos siendo adolescentes. No dejo de pensar en la muerte -algo así me confesó. No me angustia el hecho de morirme; puedo asumir el dolor, pero lo que sí me atormenta es pensar que después de muerto, todo seguirá intacto excepto yo. El mundo seguirá sin mí. Todos se quedarán aquí y yo dejaré de existir. Si sucediera una hecatombe en la que muriera toda la humanidad, en la que toda la raza humana desapareciera de un plumazo, me iría de este mundo tranquilo. Pero morirte tú, solo tú, y que los demás sigan con su vida, eso es muy injusto. Por entonces aquella confesión me resultó una soberana estupidez, pero si aún la recuerdo será por algo. 

El día del funeral era miércoles, llovía y Mari Carmen, la viuda de Luis, llevaba un vestido negro que le colgaba por las rodillas. Supongo que no tenía otra ropa de funeral que ponerse y acabó enfundándose aquel trapito, de esos que te pondrías para ir a la boda de tu mejor amiga pero nunca para un entierro, y menos el de tu esposo. Por supuesto, el jodido vestido fue el principal tema de conversación durante el funeral. La prenda eclipsó la memoria del insepulto. Badajoz no deja de ser un pueblo venido a más. Pese a que la mayor parte de los presentes era gente con estudios, urbanitas ilustrados, con trabajos respetables, la herencia de destripaterrones pesa, el provincianismo acaba inconscientemente destilándose en estos eventos. Asistir a un entierro es todo un experimento sociológico.

Llegado el turno de las peticiones, me uní a las ofrendas. Ese era el mejor momento para leer la carta. Estaba nervioso; como para no estarlo. Imaginaos la escena. Tenía en mis manos una carta de la que todos desconocían su existencia y que por petición directa del autor me veía obligado a leer a todos sus familiares, amigos, compañeros de trabajo y curiosos. La iglesia estaba llena. Decenas se apiñaban de pie junto a la puerta de entrada y en los laterales del recinto. Desconocía que Luis conociera a tanta gente; supongo que él mismo se sorprendería si hubiera podido resucitar y asistir al espectáculo de su entierro. Eso hubiera sido una excelente opción. De haber resucitado, él mismo podría leer su propia carta. No sé si en ese instante imaginé esto, estaba demasiado nervioso como para pensar en otra cosa que no fuera acabar cuanto antes y cumplir con mi promesa. 

Me levanté y subí al presbiterio, tras el atril. Es más que probable que intentara disimular mi nerviosismo. No puedo asegurarlo; una cosa es vivirlo y otra fabularlo. Lo que crees correcto, visto desde fuera torna en esperpento. La versión más cercana a la realidad es que aceleraría mi marcha para llegar cuanto antes al atril y poder así leer y terminar aquel calvario. Es lo que hubiera hecho cualquiera en mi lugar. Recuerdo que al llegar a aquella tribuna lo primero que hice, contra el sentido común, fue observar por un instante a mi auditorio, todos con la mirada fija en mí, expectantes por deconstruir mi intervención. Parece como si pudieran adivinar más allá de lo evidente mis intenciones, como si subieran que llevaba en mi bolsillo un sobre cerrado, con una carta en su interior, escrita en puño y letra por el difunto. Desnudo, así me sentí. Lo saben, seguro que lo saben. Es una broma, el jodido Luis me ha gastado una macabra broma. Eso pensé para mis adentros. No, no puede ser; Carlos, céntrate y lee. Lee y vete de ahí cuanto antes. Saqué el sobre e intenté abrirlo. Si ya es difícil abrir un sobre en condiciones normales, imaginaos la escena. Intenté buscar diferentes huecos por los que pudiera introducir un dedo -¡si hubiera tenido uña con la que hacer polea!- y así hacer que se abriera, pero no había hueco. Parece como si Luis hubiera pensado: Vamos a joder a Carlos, voy a pegar concienzudamente el sobre, de tal forma que cuando quiera abrirlo allí arriba, ante la atenta mirada de mi gente, no pueda hacerlo y se desespere. Probablemente tardara cerca de minuto en abrir aquel maldito sobre, pero a mí se me hizo interminable. Cuanto más tardaba, más nervioso me ponía. Miré al sacerdote que me sonreía con empatía. Al final recurrí a la estrategia más burda pero indiscutiblemente eficaz: mordí el sobre y tiré con una mano para provocar que se rajara. No sé como lo hice, pero el sobre acabó rompiéndose de lado. ¡La hostia! He roto la carta, seguro que he roto la maldita carta de los cojones. Pero no, no estaba rota. No me preguntéis cómo salió ilesa, pero lo hizo. Saqué una hoja, la única que había. Una hoja tamaño cuartilla de gramaje convencional, verjurado, de color blanco roto, de esos que se suelen utilizar para felicitaciones. Sé bien de qué hablo; estuve más de cinco años trabajando en una imprenta, para un usurero de mierda. Pasaron por mis manos miles de papeles, de todos los tamaños, colores y texturas posibles. En un mes no sientes las yemas de los dedos, de tanto sobar celulosa. Por eso supe al instante que aquel sobre tenía más pinta de invitación de boda que de confesión post mórtem. Quizá se debiera simplemente a que no encontró otro tipo de hoja a mano en el momento en el que se le ocurrió la graciosa idea de escribir aquella carta y llamar a su amigo Carlos para que la leyera el día de su funeral. O no, puede que se tratara de otro detalle con el que adornar su macabra petición. Vete a saber lo que pasa por la cabeza de un hombre cuando sabe que le quedan un par de meses de vida. No sé muy bien qué haría yo; si me daría por no salir de casa y hundirme en mi miseria, o me correría tal juerga que adelantaría el calendario de mi defunción, pero por lo menos moriría con una puta sonrisa en la cara. Joder, ya que te vas a morir, hazlo como a ti te salga de... Vaya, ya me estoy yendo por las ramas otra vez. En fin, como iba diciendo, el papel era de esos en los que se estampan las invitaciones, el bautizo de la niña y esas cosas. Una carta ordinaria, de 22 por 11,5, un DIN A4 doblado en 3 partes. Lo saqué y lo desplegué. En su interior, contra lo que había pensado, no había escrito un extenso soliloquio. Solo unas breves líneas y una firma al final de las mismas. Nada más. ¿Para esto tanto?, pensé. Pero, a fin de cuentas, qué más da. Yo estaba allí en calidad de emisario, de mero transmisor de la voluntad del fallecido. Igual daba que hubiera escrito quince folios que quince líneas. Bueno, a decir verdad esto es mentira. Resultaba un alivio comprobar que solo tendría que leer una breve despedida que probablemente consolaría a los presentes y que me convertiría a sus ojos en leal y solícito amigo del cadáver. Puede que incluso ligara esa tarde con una desconsolada soltera de pechos turgentes y moral ligera. Quién sabe, quizá Luis hubiera pensado en todo esto al elegirme a mí y no a otro para tan importante empresa. Fuera lo que fuese, allí estaba yo, al pie del atril, con la carta de Luis en mis manos. No había marcha atrás. Debía leer sí o sí. Agarré fuertemente la carta, como si creyera que aquel liviano papel pudiera volar a libre albedrío. Apoyé mis cúbitos sobre el marco inferior del atril y leí. La caligrafía era legible; por lo menos eso llevaba a mi favor. Luis, el perfeccionista, aquel que si encontraba un mínimo tachón en una tarea escolar rehacía lo escrito, aquel en el que nunca podías encontrar razones de reproche excepto esa impúdica santidad, escupiéndonos en la cara al resto de mortales. Leí la primera frase como si hundiera con rotundidad un clavo sobre el papel; un golpe seco, letal, retumbando sobre las paredes de la iglesia. 

«Si podéis oír estas palabras es que estoy muerto. Esta carta va dirigida a mi asesino. Sí, me dirijo a ti, escucha atentamente lo que tengo que decirte...»

Comentarios

  1. QUé bien me has traído hasta la frase final!
    El sentimiento del deber hacia el amigo, las elucubraciones sobre la muerte, todo es tan cercano que uno no puede dejar de ser empático con el personaje.
    Y la frase final que deja con la boca abierta y esperando más.

    Pero la ansiedad hay que dejarla de lado en esta ronda, parece.

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  2. No todos los días se puede leer una carta escrita conscientemente desde el más acá, pero con la vista puesta a pocos sueños del más allá. Sobre todo cuando ya ni el pudor ni el honor propio o ajeno puede afectar al "moriturus". El final del capítulo la aborta,. Un supuesto legal que no contempla la ley Gallardón, pero te obliga en conciencia a leerla.
    ¡¡Léela, aunque sea lo último que hagas en este entierro prematuro!!

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  3. La coda te rearma el texto entero. Quizá sea un poco más cuento que principio de novela. Podemos dejarla inconclusa o creer que no lo está, aunque sea cierto ese esperar más que es legítimo siempre.... Más, más...

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  4. He ahí el quid del invento, my friend. Cada cual puede elegir la coda que desee. La mía deriva la novela hacia el thriller. Pero podía haber transitado el drama familiar, la comedia surrealista... Elija cada cual su coda. Una frase final puede cambiar el devenir y sentido de un texto.

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