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Mi reino por un polvo



Fotografía de Ralph Gibson

No es extraño que a estas alturas, bajo el prisma deformante que nos regala la memoria, considere sin pestañear que el sexo está sobrevalorado. Hasta bien entrada mi juventud recé cada día a Dios, prometiéndole que sería el resto de mis días un hombre virtuoso, si me concedía la gracia de no morir sin haber probado siquiera una sola vez la experiencia de yacer rendido sobre los pechos de una hembra prodigiosa, envainar mi sexo al menos en una ocasión en la insondable oquedad de un coño que reconfortara mi deseo. Quizás otros muchos a mi edad hayan tenido la pesadilla contraria, y creyeran estar condenándose al entregarse sin obstáculo alguno a tan placentera actividad. ¡Más hubiera querido yo ese dulce remordimiento para mí! Durante años creí que en cualquier momento podría morir sin haber conocido al menos a una mujer sobre la que satisfacer mi lubricidad. Por mucho que pensamientos y acciones se encaminasen con obstinación a lograr tal propósito, la realidad me devolvía su cruel negativa, aumentando mi sensación de estar condenado al onanismo perpetuo. Durante más de diez años -siglos en mi mente adolescente- me entregué con esmero y sensibilidad por agradar a mis amigas, a las amigas de mis amigas, a conocidas, extrañas, amigas de extrañas,... No me importaba que tuviera granos en la cara, sarro en los dientes, o que padeciera halitosis aguda, con tal de que a fin de cuentas, llegado el feliz instante, pudiera consolar mi aflicción sexual. Un breve magreo a modo de tanteo preliminar, un abrazo prolongado de nuestros sexos en posición vertical, un yo te toco y luego tú a mí; cualquier aperitivo hubiera en aquel momento satisfecho durante unos meses mi ansiedad libidinal. Y no es que me faltara predisposición, ni que fuera ni por asomo grosero o desconsiderado en mis acometidas. Siempre intenté adornar mi necesidad a través de una sutil retórica que evitara en lo posible la estampida de mis víctimas propiciatorias. 

Durante unos tres o cuatro años frecuenté un grupo de jóvenes que se reunía en una iglesia cercana para hablar de cosas de fe, rezar y esas cosas que se suelen hacer en esos sitios. No es que fuera yo religioso -al contrario, por entonces ya empezaba a vislumbrar que el universo es un espacio infinito sin sentido, a menos que uno se esfuerce por procurarle un cierto significado-, pero al contemplar la excelente oportunidad que me ofrecía aquel santo lugar, pronto me sentí llamado a redimir mi alma a cambio de un breve instante de pecado carnal. Especialmente me atrajo una muchacha de la que ya no recuerdo ni su nombre ni su cara, pero en la que por entonces creí encontrar respuesta a mis profanas plegarias. No pasó mucho tiempo antes de darme cuenta de que no solo no estaba interesada en declinar a mis requerimientos, sino que, más aún, sentía una extraña mezcla de repulsión y hostilidad hacia mi persona. Una reacción incomprensible, dada mi explícita amabilidad y las atenciones que le procuré durante aquellos días. Llegué incluso a escribirle apasionados versos de amor, emulados para la ocasión del Cantar de los cantares ("Tus dos pechos, como gemelos de gacela, que se apacientan entre lirios...; como panal de miel destilan tus labios, miel y leche hay debajo de tu lengua...") Suponía que una referencia literaria extraída de las Sagradas Escrituras quizá alimentara su necesidad de fundirse conmigo en mística comunión carnal. No fue así, y tampoco lo sería en posteriores intentos con otras muchas mujeres a las que intenté regalar mi virginidad con honesta generosidad. Una pelirroja, estudiante de Económicas, que soñaba con ser Madonna. Una astigmática de risa y pechos generosos. Una aspirante a monja, adicta a la Coca Cola. Ni siquiera Carmen, a quien mis amigos consideraban una ninfómana declarada, tuvo a bien aliviar mi desesperación. Lo intenté hasta con mi prima Dolores, que pasados los dieciséis empezaba a aflorar redondeces. Nada de nada.

Me dije a mí mismo que quizá había llegado el momento de recurrir a los servicios de una prostituta; aún estando mediado el acto por el vil metal, al menos satisfaría una urgente necesidad que a través de un natural acuerdo era imposible obtener. Pero no me atreví, más por orgullo que por desgana. Venía a ser como reconocer que todo estaba perdido, que irremediablemente moriría algún día, solo y virgen.

Cuando mi voluntad empezaba a desfallecer, quiso el azar consumar al fin mis deseos. Fue durante un carnaval; ella iba disfrazada de bruja, yo de oso. El atrezzo ayudó a disipar la vergüenza. Yo te acompaño. Vale. ¿Quieres pasar? Por qué no. En unos minutos la cremallera de mi plantígrado acabó por el suelo del salón, junto a su escoba, y mi cuerpo hizo con el suyo, el suyo con el mío, lo que la primavera con los cerezos. Intenté después de aquel día descubrir quién era mi benefactora; tan solo sabía que era morena, menuda, de culo respingón y pezones en pera, y que suspiraba resoplando cuando la penetraban. Me llevó unos días descubrir que trabajaba en una mercería cercana. La observé de lejos, atendiendo a sus clientes, pero no me atreví a hablar con ella. Nunca más volví a verla. 

Debía ser tal la presión acumulada, que tras mi bautizo sexual vino un tiempo prolongado de indiferencia. Nadie podía imaginar que aquel mismo que daría su reino por un polvo, durante años se entregara con indolencia a la abstinencia voluntaria. Incluso después de este interruptus libidinal, apesar de haber tenido numerosos encuentros con otras muchas mujeres, nunca sería como aquel día de carnaval, oso yo, bruja ellaY hasta la fecha. Hoy el sexo se me antoja gimnasia sueca, rutina estacional. ¡Qué tiempos aquellos en los que soñar despierto cómo profanar el oscuro misterio de una vulva me hacía temblar, anhelando ese instante incierto como posible! ¡Ay...!

Comentarios

  1. Sí, gimnasia sueca. No hay más que ver películas porno de la última hornada, para percatarse de que el sexo se ha reducido a una actividad mecanicista, repetitiva y cansina, en la que no se percibe más que aburrimiento, cuando no puro sufrimiento: no hay más que ver y oír los gestos y lamentos de unos y otras, o de otras y unos. O de unos y otros; o de otras y unas. Aun a pesar de que recurran a trucos como "amateur" o "casero" para llamar la atención.

    Yo creo que la más depurada sublimación de la libido se da hoy en los integrantes del INSEXO. Perdón del INSERSO quería decir. La tercera edad más libidinosa de la historia desde el advenimiento del Viagra.¿O no?

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  2. El problema de desear demasiado es que la realidad pocas veces colma nuestras expectativas.

    Bueno, a veces sí. No nos engañemos. ¿O será que tengo vocación de gimnasta sueca? :)

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  3. Dos puntos (bue, para la entrada, diez):

    1. Creía que era hoquedad y descubrí (tras ir al DRAE) que no, que es oquedad ... la h de hueco se ha ido como cero a la izquierda.

    2. Eso de no querer morir sin lo encontré por primera vez en los testimonios de los sobrevivientes de la ESMA. Jamás se ma había ocurrido que me pasaría a mi. A pesar de pasar por toda la gama de experiencias del autor ¡oh, perversa castidad juvenil!

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  4. En parte, el relato está logrado, las peripecias del personaje para lograr su deseo están bien contadas. Incluso el encuentro con una mujer disfrazada de bruja, que le concedió un deseo. Incluso el no atreverse a encontrarla de nuevo.
    El relato debió terminar ahí. Luego lo de la falta de deseo desentona con la historia previa.

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  5. Viva el ardor. El verbo, encendido, es más verbo. Me ha encantado...

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