Lo mejor de Santa Claus o de Papa Noel, en fin, no termino de ponerme de acuerdo, es que te permite involucrarte en lo más puramente navideño sin plantearte dilemas éticos sobre la materia narrativa de lo festejado. Sobre si pecas mucho, poco o no pecas en absoluto si pones bajo el mismo techo moral, digamos, al gordinflón escandinavo, con su séquito de renos y de rollizos niños gritones y al San José, a la Vírgen María, al niño Jesús y al resto de los adoradores belenísticos. Yo lo tengo cada año más claro: lo que más me gusta de las navidades es decir de memoria los nombres de los nueve renos que tiran del trineo celestial de Papa Noel. O de Santa Claus. Ahora no tengo claro si son dos o es uno y falta un Espíritu Santo para competir en metafísica con los cuerpos doctrinales de la Santa Madre Iglesia. Bueno, voy con lo de los renos.: Rudolph, Donner, Blitcher, Cometa, Cupido, Brillante, Danzante, Centella y Zorro. Hay exégetas de lo santaclausistico que niegan esta nomenclatura zoológica y colocan ligeras variaciones. Hay también países en donde la adoración popular ha traducido libremente los nombres vernáculos para que los infantes, ah los infantes, ah sus gargantas pequeñitas, puedan pronunciarlos diáfana y pomposamente. Digo esto a modo de aviso para incrédulos. Los nombres citados arriba, aun pudiendo no ser los verdaderos, son los que maneja mi voluntad navideña. Y contra la voluntad de un feligrés de sus vicios no caben enciclopedismos. Ni contra mi deseo de que sean en efecto nueve, como tengo oído y bien oído, y no ocho como vocinglan algunos ignorantes en estas nobles materias del espíritu navideño puro.
Un año, aburrido de la rutina en la que había convertido el recitado de los nombres de mis queridos renos, probé a pronunciarlos en estricto orden alfabético. ¿Por qué Rudolph, que es el reno maricón según algunos foros de internet en donde entro, va a ser el reno cabecilla? Otro me esmeré en cantarlos. Elegí una cantata de Bach y mi mujer, al terminar el encadenado operístico, se me acercó con lágrimas en los ojos y me zampó un par de besos en las mejillas. Castos los dos, sin inclinaciones venereas. Era nochebuena, al fin y al cabo. Es muy recomendable recitar el nombre de los dichosos renos con la boca llena de hojaldrinas. Un par de buenas hojaldrinas embutidas en la cavidad bucal, masticadas trabajosamente, impelidas a caer garganta abajo hacia el previsible finiquito gástrico, garantiza un fantástico entretenimiento fonético. El lector osado puede introducir una mayor cantidad de hojaldrinas, pero dos es un número óptimo porque permite, por un lado, afrontar el reto con una apreciable posibilidad de éxito y, por otro, porque el impávido espectador de esta extravagancia más teatral que otra cosa alberga la posibilidad de que el atrevido al que encara pueda conseguirlo.
Especialmente útil en noches familiares en las que el ánimo languidece y el cuñado metepatas de turno decide criticar la textura del pavo o la temperatura del ribera del duero que lo acompaña. Otra opción de jubiloso recorrido obvia la entrañable hojaldrina y la sustituye por un tabla de taquitos de turrón duro. Se exige que el turrón sea comido al modo en que se comen las uvas de nochevieja. Queda más o menos así: taquito de turrón duro introducido en boca, los dientes incisivos taladran la dureza ofensiva del producto y la mucosa bucal segrega una cantidad discreta de saliva. Es ahí, en ese instante de húmeda lubricidad, cuando comienza el recitado de los renos. Un reno, un taquito. En el reno noveno la boca deja de cumplir todas las funciones que la madre naturaleza le encomendó, allá en el primigenio y críptico big bang de todas las mitologías, y se limita a esperar que la segunda madre en liza, la providencia, libere la escandalosa masa de miel, almendras y (opcionalmente) clara de huevo bien por el camino natural, esto es, el descenso por el maelstron de la garganta o bien por el volcado impetuoso al exterior acompañado por las arcadas y toses habituales que los borrachos y los tragones conocen desgraciadamente tan bien.
No se conocen casos de paro cardíaco, pero se recomienda vivamente que no practiquen este juego gastrolingüístico si nos acaban de instalar un bypass, tenemos un temible historial epiléptico o se sabe a ciencia cierta que tenemos las tragaderas chicas, como dice mi madre. El bolo alimenticio no conoce padre ni reglas y es capaz de instalarse en las estrechuras de la laringe sin que en modo alguno exhiba intención de moverse. Ah si no fuese por estas veleidades del ingenio creativo. ¿Qué sería de las aburridas comidas de nochebuena si no tenemos a mano estas maravillosas ocurrencias domésticas? El lector perverso, alguno habrá, puede prescindir de hojaldrinas y de turrón y plantear que los renos sean pronunciados mientras unos buenos auriculares acoplados con pericia en las orejas restituyen a un volumen brutal eso de pero miran cómo beben los peces en el río. El juego consiste en que el recitador no puede distraerse de su empeño trabucando renos o suprimiendo sílabas. Para deleite de lectores indisimuladamente retorcidos, ofrezco aquí la posibilidad más excitante: consiste en combinar alegremente la audición del villancico de marras (o de cualquier otro que el organizador del juego elija) con la ingesta de hojaldrinas o, llegado el caso, en el extremo tipo jackass del asunto, los taquitos de turrón duro. No olviden escribir a esta dirección para contar cómo fue la experiencia. Si hay bajas en el campo de batalla, se ruega lloren a los suyos en la intimidad y no molesten al autor de esta nota. Bastante tiene con no tener dientes, estar sordo y padecer una diabetes tremebunda que me impide, ay, el disfrute de esas exquisitas lindezas del noble recetario navideño.
Un año, aburrido de la rutina en la que había convertido el recitado de los nombres de mis queridos renos, probé a pronunciarlos en estricto orden alfabético. ¿Por qué Rudolph, que es el reno maricón según algunos foros de internet en donde entro, va a ser el reno cabecilla? Otro me esmeré en cantarlos. Elegí una cantata de Bach y mi mujer, al terminar el encadenado operístico, se me acercó con lágrimas en los ojos y me zampó un par de besos en las mejillas. Castos los dos, sin inclinaciones venereas. Era nochebuena, al fin y al cabo. Es muy recomendable recitar el nombre de los dichosos renos con la boca llena de hojaldrinas. Un par de buenas hojaldrinas embutidas en la cavidad bucal, masticadas trabajosamente, impelidas a caer garganta abajo hacia el previsible finiquito gástrico, garantiza un fantástico entretenimiento fonético. El lector osado puede introducir una mayor cantidad de hojaldrinas, pero dos es un número óptimo porque permite, por un lado, afrontar el reto con una apreciable posibilidad de éxito y, por otro, porque el impávido espectador de esta extravagancia más teatral que otra cosa alberga la posibilidad de que el atrevido al que encara pueda conseguirlo.
Especialmente útil en noches familiares en las que el ánimo languidece y el cuñado metepatas de turno decide criticar la textura del pavo o la temperatura del ribera del duero que lo acompaña. Otra opción de jubiloso recorrido obvia la entrañable hojaldrina y la sustituye por un tabla de taquitos de turrón duro. Se exige que el turrón sea comido al modo en que se comen las uvas de nochevieja. Queda más o menos así: taquito de turrón duro introducido en boca, los dientes incisivos taladran la dureza ofensiva del producto y la mucosa bucal segrega una cantidad discreta de saliva. Es ahí, en ese instante de húmeda lubricidad, cuando comienza el recitado de los renos. Un reno, un taquito. En el reno noveno la boca deja de cumplir todas las funciones que la madre naturaleza le encomendó, allá en el primigenio y críptico big bang de todas las mitologías, y se limita a esperar que la segunda madre en liza, la providencia, libere la escandalosa masa de miel, almendras y (opcionalmente) clara de huevo bien por el camino natural, esto es, el descenso por el maelstron de la garganta o bien por el volcado impetuoso al exterior acompañado por las arcadas y toses habituales que los borrachos y los tragones conocen desgraciadamente tan bien.
No se conocen casos de paro cardíaco, pero se recomienda vivamente que no practiquen este juego gastrolingüístico si nos acaban de instalar un bypass, tenemos un temible historial epiléptico o se sabe a ciencia cierta que tenemos las tragaderas chicas, como dice mi madre. El bolo alimenticio no conoce padre ni reglas y es capaz de instalarse en las estrechuras de la laringe sin que en modo alguno exhiba intención de moverse. Ah si no fuese por estas veleidades del ingenio creativo. ¿Qué sería de las aburridas comidas de nochebuena si no tenemos a mano estas maravillosas ocurrencias domésticas? El lector perverso, alguno habrá, puede prescindir de hojaldrinas y de turrón y plantear que los renos sean pronunciados mientras unos buenos auriculares acoplados con pericia en las orejas restituyen a un volumen brutal eso de pero miran cómo beben los peces en el río. El juego consiste en que el recitador no puede distraerse de su empeño trabucando renos o suprimiendo sílabas. Para deleite de lectores indisimuladamente retorcidos, ofrezco aquí la posibilidad más excitante: consiste en combinar alegremente la audición del villancico de marras (o de cualquier otro que el organizador del juego elija) con la ingesta de hojaldrinas o, llegado el caso, en el extremo tipo jackass del asunto, los taquitos de turrón duro. No olviden escribir a esta dirección para contar cómo fue la experiencia. Si hay bajas en el campo de batalla, se ruega lloren a los suyos en la intimidad y no molesten al autor de esta nota. Bastante tiene con no tener dientes, estar sordo y padecer una diabetes tremebunda que me impide, ay, el disfrute de esas exquisitas lindezas del noble recetario navideño.
A mí me sucede lo mismo: se me llena la boca de Navidad antes del 24 por la noche, y cuando llega el día sucumbo a la apatía y la desgana. Será que cuando era un crío, los regalos se solían dar el día de Reyes, y te quedaba un día y medio para disfrutarlos.
ResponderEliminarCon Emilio siempre se aprende algo nuevo ¡y de gran lustre enciclopédico! Hoy nos ha sorprendido con esa mezcla erudita y sublime de fonología gastronómica (hojaldrinesca y turronal: me duelen los incisivos), a base de descubrir la esencia cabalística y onomástica del tiro "renal" de Papá Claus.
ResponderEliminarMas, superado el factor sorpresa, me atrevería a proponer nuevos nombres pra el octeto corniplano (el noveno es cosa tuya), un poco más afines a su raíz; de su familia léxica. A saber:
Renato, Renegada, Renano, Renuncia, Tirreno, Barrena, Resino y Reina.
Como veis, siguiendo las más conspicuas tendencias igualitarias, he buscado la paridad.
Ah, ventajas de festejar navidad en pleno verano!! Nuestro Papá Noel jamás viaja en trineo. Aunque el traje rojo con piel, la verdad, no es muy fresquito que digamos.
ResponderEliminarDocumentadísimo tratado navideño. Tras haberlo leído, pienso que, en efecto, aquí falta mucho empeño en alcanzar el nivel que nos corresponde en I + B (Ingesta y Bares).
ResponderEliminarSólo con máster de categoría (ya algún fino de mas) se llega a esa erudición papanoelesca que , aquí el Emilio, trasmina.
Y que son conocimientos útiles, ¿eh?, no como tanta tesis doctoral estéril.
Mis felicitaciones y mis deseos de supervivencia a este cataclismo emocional, etílico y pantagruélico.
Y para enero, ya pediremos un préstamo, qu los bancos están que lo regalan.
AG