Paul y Jeanne viven en el centro del mundo, en el principio de los tiempos y no hay nadie alrededor. No existe el metro ni los relojes. No hay palabras distintas a las palabras con las que se explican el vacío, la distancia, el peso insorpotable de vivir cuando afuera se ha fracturado el corazón de las cosas y lo único que se tiene a mano es un cuerpo al que joder, una especie de búnker lúbrico, un templo de carne al que ofrendar todas las plegarias y todos los salmos, todo el verbo de Dios y toda la maquinaria infame del Diablo. Porque en el apartamento Paul y Jeanne fornican y hablan no hay Dios ni necesidad de que Dios acuda y escriture esa relación enfermiza que los dos, ahí adentro, han levantado para protegerse del caos y jadear en régimen de alquiler.
Va a importar muy poco saber que Rosa, la mujer de Paul, se suicidara. Que Jeanne custodie todavía dentro la posibilidad de que el mundo sea un cuento de hadas y un príncipe la rescate del mismo caos y la cubra de amor y de historias. Pero el príncipe es un tipo miserable, un rey triste, un filósofo que de pronto ha descubierto la belleza de la destrucción y conduce hacia ese lugar su retorcida alma.
A Jeanne le gusta de Paul la constancia, la certidumbre de que siempre va a estar en el piso arrendado, listo para untarla de razones para amar el mundo, pero lo que Paul le ofrece es una visión desquiciada, la única que posee, la del extranjero de sí mismo, la del desposeído, una que no puede entenderse si no se ejerce. A Paul le gusta de Jeanne la pureza, un tipo de pureza que no tiene que ver con la carne, con los avatares del corazón o con la limpieza de la juventud. Porque al principio, en la oscuridad, no había nada más que tristeza y Paul estaba solo. Creyó Paul que la oscuridad estaba mal y palpó la tiniebla y descubrió un corazón que latía y lo dejó que entrara.
Coda bíblica
Al principio, en esa oscuridad, no había nada más que Paul y Jeanne. No había Dios ni había padre ni tampoco madre. Estaba el cielo en la lejanía, vibrando de azul, el cielo de París cerrando la trama, estaba el suelo, el suelo como un país, el suelo como una cama, el suelo telúrico y el suelo infinito en donde Paul y Jeanne buscan el origen de la luz y la secreta púa que pulsa el universo. Y están el pubis hirsuto de Jeanne, sus pechos extraviados, su boca que gime, su alma que canta, Jeanne sin nombre, Jeanne primordial y vírgen, Jeanne sin oficio, sin pudor, sin historia. Y vio Jeanne que Paul estaba solo y abrió su corazón y lo aceptó como se acepta la luz o la palabra. Confió en él, se dejó hacer, se entregó completa, dejó que Paul la cuidase, la salvara del caos y la rescatara del vértigo. No hubo serpiente ni manzana. Se despeñaron en Nietzsche, en grasa de mantequilla, en mayo del 68. Cerraron el paraíso por agotamiento, por rutina, por simple hastío.
A Jeanne le gusta de Paul la constancia, la certidumbre de que siempre va a estar en el piso arrendado, listo para untarla de razones para amar el mundo, pero lo que Paul le ofrece es una visión desquiciada, la única que posee, la del extranjero de sí mismo, la del desposeído, una que no puede entenderse si no se ejerce. A Paul le gusta de Jeanne la pureza, un tipo de pureza que no tiene que ver con la carne, con los avatares del corazón o con la limpieza de la juventud. Porque al principio, en la oscuridad, no había nada más que tristeza y Paul estaba solo. Creyó Paul que la oscuridad estaba mal y palpó la tiniebla y descubrió un corazón que latía y lo dejó que entrara.
Coda bíblica
Al principio, en esa oscuridad, no había nada más que Paul y Jeanne. No había Dios ni había padre ni tampoco madre. Estaba el cielo en la lejanía, vibrando de azul, el cielo de París cerrando la trama, estaba el suelo, el suelo como un país, el suelo como una cama, el suelo telúrico y el suelo infinito en donde Paul y Jeanne buscan el origen de la luz y la secreta púa que pulsa el universo. Y están el pubis hirsuto de Jeanne, sus pechos extraviados, su boca que gime, su alma que canta, Jeanne sin nombre, Jeanne primordial y vírgen, Jeanne sin oficio, sin pudor, sin historia. Y vio Jeanne que Paul estaba solo y abrió su corazón y lo aceptó como se acepta la luz o la palabra. Confió en él, se dejó hacer, se entregó completa, dejó que Paul la cuidase, la salvara del caos y la rescatara del vértigo. No hubo serpiente ni manzana. Se despeñaron en Nietzsche, en grasa de mantequilla, en mayo del 68. Cerraron el paraíso por agotamiento, por rutina, por simple hastío.
Emilio Calvo de Mora
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarResulta curioso que Paul y Jeanne representen dos actitudes ante el sexo que, pese al paso de los años (de los 60 a los 10 distan tres generaciones de adultos), siga poseyendo una pregnancia tan actual.
ResponderEliminarEl sexo de él, escapismo contra el dolor, acceso a la nada, castigo, muerte. También el sexo que utiliza la belleza como suicidio emocional.
Y el sexo masoquista, romántico, pasivo, de ella. En busca de un padre ausente que la cubra de seguridad y amor. El sexo lúdico, experimento adolescente.
Los dos ethos sexuales persisten en el siglo XXI. Patologías sintomáticas de la decadencia de un siglo, el XX, que aún humea sus ascuas sobre este joven siglo que habitamos.
Me deslumbra este texto (plástico, lírico, profundo) en el que cada palabra se abre como una incruenta bomba de racimo por los recovecos del plano para explorar todos los laberintos de la soledad, del sexo, de la existencia. Lo he releído con fruición mientras sonaba de fondo el prodigioso tema de Gato Barbieri: " Si la música es el alimento del amor ¡qué siga sonando! "
ResponderEliminarFelicitarte es poco Emilio: ¡Rendida admiración!
Miguel
Toda una brillante exégesis de aquel tango, que nos hizo pecar de inocencia en nuestros candorosos años setenta. Después supimos que la carne es triste y ya hemos leído todos los libros y que la película no hablaba de sexo, sino de soledad y carencias.
ResponderEliminarLa interpretación bíblica me resulta genial. Tal vez pronto, cuando tngamos "la próstata como una patata", necesitemos una última redención de la carne, aunque sea a ritmo de tango.
AG
Qué gran entrada, qué evocadora. Emilio, ya nos encontraremos en Lucena o en cualquier otra geografía. Abrazo, abrazo!!
ResponderEliminar¡Qué lujo para la barra!
ResponderEliminarLimpia, fija y le da lustre
Joaquín Pérez Azaústre
Nací en el 72, año en que se estrenó El último Tango. La ví mucho después, cuando las escenas de sexo ya no escandalizaban a nadie. Eso fue bueno. Porque detrás del suelo de esa habitación vacía, detrás de la manteca, había una historia mucho más rica. De todas maneras, coincido con Ramón en decir que a pesar de los años, las actitudes frente al sexo siguen siendo las mismas.
ResponderEliminarSe teme y censura aquello que da alas, lo que nos hace libres por encima de religiones y composturas sociales. Se teme y censura a la par que se envidia a escondidas.
ResponderEliminarcómo dices esa historia, como la vivo mientras los miro, con el alma helada, despeñarse en Nietzsche y en mi memoria, como si fuera hoy.
ResponderEliminaraplaudo de pie, con el esternón acogotado.