I/ Fundación de la épica
Al principio no fue el verbo ni tampoco la palabra izada en el cielo como un gran sombrero con un conejo dentro. Al principio, en el instante en el que la tierra bramó árboles y montañas, ríos y criaturas, ya estaba John Wayne. Ahí le ven, interrogándose sobre la naturaleza caótica del cosmos, contemplando el triunfo de la luz sobre las tinieblas, esgrimiendo su Colt como único discurso frente al desquicio de las horas. Un John Wayne imberbe, un John Wayne sin curtir todavía, un John Wayne miope y sin montura, fantaseando con la posibilidad de que la calle Jaén sea en realidad Monument Valley y esté John Ford detrás de la cámara registrando el prodigio. Yo era John Wayne en 1.972, aunque comprase en el kiosko cómics de la Marvel y soñara a Peter Parker enfundándose la malla arácnida para combatir a Kingpin y al Duende Verde.
II/ Fundación del caos
Si no hubiese conocido a John Wayne probablemente no habría entrado Kafka en mi vida. Sin Kafka no habría conocido a Musil. Sin Musil jamás hubiese tenido ocasión de penetrar en Benjamin. Ni en Kirkegaard. Tampoco Pessoa o Bukowski. Vestido de John Wayne en la calle Jaén, en Córdoba, hacia 1.972, mi cabeza era una cabeza mansa y protegida de perturbaciones, convencida de estar en el mejor de todos los mundos posibles, ajena al vértigo y a la fiebre del mundo verdadero que bullía (colérico) por ahí afuera. Mi niñez fue siempre fábula de fuentes. Fui el niño miope sin hermanos que recorría el Volga con los ojos cerrados y visitaba los mares del Sur en el rutilante blanco y negro de Raoul Walsh. Ninguno de las cosas que me hicieron vivir después de ser John Wayne guardan relación con ser John Wayne y salir a la calle sin que Kafka te haga caer en la cuenta de que poco a poco, en silencio, inadvertida y fluidamente, el caos va ocupando tu cerebro y el miedo a no volver a ser John Wayne se instala en tu corazón y ya nunca sale.
III/ Fundación de la rutina
1 El mismo infierno
Líbranos de la rutina, oh señor inmarcesible, oh alto caudal sin brida, oh Tú, que venciste a las mismas tinieblas en su morada. Porque la rutina es el infierno entero volcado en el pecho como una lengua de horas.
2 El frío
Buscaba ser feliz y me cobijé en un libro. A cierta edad los libros son bálsamos, soluciones farmacológicas, pócimas de una magia antiquísima. No recuerdo haber leído nada en la época en que yo era John Wayne en la calle Jaén, en Córdoba, en 1.972 Faltaban muchos años para que yo encontrase calor en un libro. No sentía frío o lo sentía y no advertía el daño que el frío me estaba produciendo. Cuando uno es feliz y lo es sin dobleces ni oraciones subordinadas, no hace falta engañar al reloj y buscar consuelo en las historias que forjan los otros. Eres tú el que las inventa, tú el que se aventura por el miedo y vuelve lleno de barro y con un cardenal en la rodilla, pero ufano y feliz, convicto de intriga y de asombro, esclavo felicísimo del juguete que es uno mismo.
3 Dios
Detrás del disfraz de John Wayne, allá donde uno deja la pistola, la placa del sheriff y el sombrero clásico, ahí, en ese lugar mágico, está Dios. Un Dios al acecho, uno atento a las mareas y a las cosechas, que aturde sólo con nombrarlo y que tutela nuestro lento y ceremonioso ingreso en la sombra. En 1.970, cuando yo era John Wayne, un John Wayne bizco y manso, noble y generoso como casi ningún Wayne de ninguna otra infancia, yo no creía en Dios. Al poco, conforme fui abandonando el paisaje (me lo quité sin saber el precio que habría de pagar por ese sencillo gesto) se me instaló una conciencia macabra de la divinidad. Me fue devorando por dentro, me fue iluminando por dentro, me fue creciendo hacia afuera, cuidando de que mi yo heroico, el yo épico de 1.970, no muriese del todo. Ahí anda quizá todavía. Agazapado. Sale a veces. Tímidamente sale. Se enseña. Dice: mirad, ya no soy John Wayne, soy Emilio Calvo de Mora Villar, soy Bill Evans en el Carnegie Hall, soy Humphrey Bogart con su halcón maltés, soy torpemente Funés el memorioso, soy el niño escondido en un barril lleno de manzanas a salvo de todos los piratas de las librerías. En el fondo, he aquí la biografía de quien siempre quiso quedarse en las páginas de la Marvel, en las historias del Jabato y del Capitán Trueno, en las películas de Errol Flynn en los bosques de Sherwood y en el patio del colegio Fray Albino con el Peña, el Segu, Raúl y el Cobos. Pero me quité el disfraz de John Wayne y Dios me alistó en su nómina de perplejos y de alucinados.
IV/ Fundación de la mística
Del pasado tenemos siempre a mano un relato fantástico. Se tiene la impresión de que podemos merodear la responsabilidad de contar cómo pasaron verdaderamente las cosas, pero es que el tiempo hace que no poseamos ese dominio de la trama. Digamos que todo está ahí, insinuado, convertido en una especie de prontuario fiable de narraciones, pero luego el conjunto no se apresta a transcribirlo. Además tampoco sabríamos restituir esa novela sentimental sin hacer que concurse la fantasía. En un modo extremo, en el caso de que la fantasía condimente en exceso la trama, el pasado sobre el que debemos hablar no difiere de la ficción pura.
La fotografía no enseña nada del Emilio que viene después. El que se perdió en las letras y se encontró en las letras. El que enfermó de metáforas y sanó en las metáforas. El que se aprendió la historia del mundo debajo de las barbas del león de la Metro. El que se prendó de la música del idioma de Milton y de la voz de Sinatra en sus discos de la Capitol. Ninguno de esos que luego se presentaron estaba en ése apunta al fotógrafo (mi padre, supongo) sin interés alguno en dañarlo. Como diciendo: te puedo matar, pero la pistola es de juguete. Como aligerando la gravedad del gesto con un mohín parvulario, con una evidencia de lo frágil que en ese edad puede llegar a ser uno.
Más tarde la edad hace sus estragos, se cobra sus peajes, nos cuenta: te puedo matar, pero las palabras con las que te amenazo son de juguete. Como aligerando también la gravedad del texto con una posdata frívola, con una de esas golosinas que con frecuencia nos pone en los labios para que, al mordisquearla, al sentir cómo se funde con la saliva y explota en la garganta, apreciemos el gozo de las pequeñas cosas. Las grandes, las relevantes, las que siempre aparecen en los libros de Bucay, en esos prontuarios de dietética moral, nunca aparecen en las fotografías. Se registra lo pequeño. Se guardan las cosas que apenas molestaron. Más tarde es cuando las entendemos. Hoy es cuando me he sentido John Wayne y he disfrutado la mentira.
Emilio Calvo de Mora
Me parece una idea genial la que habeís montado. La entrada de Ramón me pareció emocionante, me llenó, me hizo pensar en fotos mías de esa guisa, tan vintage...
ResponderEliminarEsta entrada es emocionante, sí, pero es además un monumento a la libertad y al lenguaje, al lenguaje creativo, a la belleza de las palabras cuando se hilan y se montan bien hiladas y bien montadas.
Luis María Bueno
El western hila un puente generacional. Nos hace cómplices de emociones inspiradas en paisajes y personajes comunes. Raro es el chaval que no empuñó por entonces un colt metálico con mistos rojos de diez disparos. Hoy todas las pistolas son de plástico, fabricadas del material del que está hecha la corrección política.
ResponderEliminarPor eso, sonrío ante tu foto, me pongo en tu piel, me puse en tu piel. Antes de que la ficción literaria anidara en mi imaginación, el cine ofició de antesala, de detonante y de anticipo. A través de él, como te sucedió a ti, Emilio, también yo descubrí otros mundos, otras miradas, del celuloide a la celulosa.
Tu fotografía dice mucho, habla por sí sola. Aunque permíteme algunas lecturas muy personales:
I. Cuando somos niños, cualquier escenario nos sirve para aderezar nuestra imaginación. Un parque funcional con cesped y tres árboles escuchumizados bastan para situar una puesta en escena. Lo que para un adulto es un simple jardín urbano, un niño lo convierte en OK Corral.
II. No sé muy bien si vistes de bueno o de malo. Sombrero negro, traje y zapatos blancos. Ambivalencia. El western en un vestuario. Por entonces el color de la ropa era metáfora de su karma, incluso de su destino. Un malo debía no solo ser malo, también parecerlo. ¿Recuerdas esos primeros planos faaciales de Leone?
III. Tu pose es un involuntario homenaje a la escena final del primer western de la historia del cine, "Asalto al tren del dinero", de Porter. Un siglo después, Scorsese construiría el mismo plano, pero con el rostro inquietante de Joe Pesci. Tu mirada, Emilio, no es diabólica, pero se nota que están tan cegado por el sol como feliz, entregado a la toma, convencido de estar dentro de la trama.
IV. Detalles deliciosos:
- Esa cartuchera, enorme, con la estrella de sheriff rutilando.
- Esas gafas (¿de pasta?). Ningún pistolero que se precie lleva gafas, a no ser que sea enterrador o maestro del pueblo. Yo tenía unas lentes similares, también yo soñé bajo las lentes de la ficción. De haber tenido que entrar en duelo real, dudo que mi actuación hubiese sido tan convincente.
Gracias, Emilio, por hacerme recordar, por hacer tan mía tu memoria.
Cuando vos eras John Wayne, yo nacía a miles de kilómetros de distancia.
ResponderEliminarDistintos y distantes, pero con una misma afinidad: convertirnos en otros mediante la palabra.
Ayer, buscando fotos para compartir con ustedes, descubrí que mamá me disfrazaba de patito, bailarina o princesa. Yo tenía cara de fastidio en todas las fotos porque secretamente quería ser corsario, ladrón de trenes o jinete. ¡Siempre los personajes más divertidos son masculinos!
Cuando mi tía me regalaba libros de Louisa May Alcott, yo lo cambiaba por uno de Stevenson.
Gracias por la foto y la historia, vaquero.
También podrías haber sido Billy el Niño, aunque quizá un poco más tarde, como lo describe Ramón J. Sender en "El bandido adolescente". Pero da igual. A ti te dan una foto y en un plis plas escribes el libro de Las Fundaciones y desarrollas toda la teoría de los grandes géneros literarios: La Épica, la Lírica y la Dramática del tirón. Y no conforme con eso, escribes el guión de la película de tu vida, jugando a ser John Wayne.
ResponderEliminarY, claro,luego pasa lo que pasa. Mientras escribía estas líneas, cual Llanero solitario del teclado (¡qué atrevimiento!), he escuchado una voz en off que me decía: "Yo que tú no lo haría, forastero"
Releyendo, Emilio, noto un mohín de morriña por la infancia, como si fuera un territorio ocupado por el cruel tiempo, arrancado de tu piel e instalado tan solo en la memoria. Dices: "La fotografía no enseña nada del Emilio que viene después. El que se perdió en las letras y se encontró en las letras". Perdona que discrepe. Estoy convencido de que si miras bien la fotografía acabará hablando de Emilio aquí y ahora. En el fondo, nunca hablamos del pasado. Tan solo lo utilizamos de excusa para reencontrarnos.
ResponderEliminarPor favor, mira, acércate. Contempla los detalles, el gesto, la pose, la puesta en escena, las fracturas atemporales que permanecen latentes hasta siempre.