Anoche tuve un sueño distópico. Deduzco, por la naturaleza de la trama, que causado por Buñuel. Unos días atrás tuve un empacho de ángeles exterminadores.
Era domingo. Ya sé, los sueños no entienden de calendarios. Pero los hechos no dejan resquicio a la duda. Me dirigía a votar como prescribe mi rol de ciudadano.
Llovía. No recuerdo haber votado nunca bajo un aguacero de justicia. La climatología siempre se pone al servicio de la democracia. Si los comicios fuesen en otoño, incluso abril, otro gallo cantaría. En mi sueño, llovía. Nada más salir de casa, una tromba desalmada se desató sobre mi coche. Conduje hasta el colegio electoral, abducido por el vaivén de los limpia. No encuentro aparcamiento. Desisto. Estaciono en doble fila no muy lejos de mi destino.
Cuando salgo del vehículo, busco el paraguas en el maletero, pero no está. Una vez más, desisto. Camino, troto, corro hasta el colegio. En la puerta se agolpa una multitud de votantes (aguardando cola, supongo), la mayoría sin paraguas, calando sus huesos con resignación. Zigzagueo entre la maraña humana, con la esperanza de encontrar un claro. Imposible. En un principio, solicito espacio con amabilidad. Pasado un tiempo (vete tú a saber cuánto; estoy en un sueño), agoto mis recursos empáticos y comienzo a empujar. El usted disculpe se convierte en una mirada inquisidora. Sigue lloviendo. Creo que incluso más aún que al salir de casa; diluvia. Siento mis zapatos, mis pies, encharcados, intentando salir a la superficie para abrirme paso entre la manada. Tomo aliento.
Reanudo mi carga. Ya no empujo; propino coces, pellizcos, cualquier método coercitivo que aligere mi marcha. Imposible ver el horizonte. Cuanto más avanzo, más espesa es la turba de homínidos. Una vez más debo tomar aliento. Una pausa. Intento escuchar las conversaciones contiguas sin éxito. Hablan. Más bien susurran. No entiendo muy bien qué dicen, pero hablan. Ninguno se mueve, ninguno lo intenta. Entonces caigo en la cuenta de que soy el único que tiene intención de acceder a la entrada del colegio. Lejos de mitigar mi paso, lo acelera; mi curiosidad aumenta. ¿Por qué no avanza la fila? Miro la hora. Es de día. Los colegios electorales cierran al anochecer, pienso.
No sabría decir cuánto tardé en arribar puerto, pero llegué. Por fin, la puerta del colegio aparece ante mí. Está abierta, pero no percibo a nadie en su interior. Miro al resto. Cada cual está en sus asuntos. Nadie demuestra interés por entrar y votar. Frunzo el ceño. Pregunto a un anciano: ¿qué sucede?, ¿por qué nadie entra a votar? El anciano se gira hacia mí, me mira intrigado y zanja mi dudas con la suya: No tengo ni idea. Nadie quiere entrar.
¡Cómo que nadie quiere entrar! El colegio está abierto. No hay cola. Debemos entrar. El anciano, resignado a mi retórica, concluye: ¿Por qué?
No puedo creerlo. Debo estar soñando, pienso. Observo de nuevo la puerta del colegio. Compruebo si realmente es este y no otro el que tengo asignado. Mi voluntad hace un amago de adentrarse en el colegio, pero mi cuerpo desiste, no se mueve. Lo intento de nuevo. Nada. No paso del umbral. Persisto. Mi mente le dice a mi pierna: muévete. Nada. Una vez más, otra, otra, una última. Inútil. Miro hacia atrás. Veo a la multitud agolpada a los pies del colegio. Yo soy uno de tantos. No sé porqué, pero no puedo votar.
Me despierto sudando y con dolor de cabeza. Miro a mi mujer, al otro lado de la cama. ¿Qué día es?, le pregunto. Pero ¿en qué mundo vives? -me recrimina-; 22 de mayo. Por cierto, hace un día horrible.
Era domingo. Ya sé, los sueños no entienden de calendarios. Pero los hechos no dejan resquicio a la duda. Me dirigía a votar como prescribe mi rol de ciudadano.
Llovía. No recuerdo haber votado nunca bajo un aguacero de justicia. La climatología siempre se pone al servicio de la democracia. Si los comicios fuesen en otoño, incluso abril, otro gallo cantaría. En mi sueño, llovía. Nada más salir de casa, una tromba desalmada se desató sobre mi coche. Conduje hasta el colegio electoral, abducido por el vaivén de los limpia. No encuentro aparcamiento. Desisto. Estaciono en doble fila no muy lejos de mi destino.
Cuando salgo del vehículo, busco el paraguas en el maletero, pero no está. Una vez más, desisto. Camino, troto, corro hasta el colegio. En la puerta se agolpa una multitud de votantes (aguardando cola, supongo), la mayoría sin paraguas, calando sus huesos con resignación. Zigzagueo entre la maraña humana, con la esperanza de encontrar un claro. Imposible. En un principio, solicito espacio con amabilidad. Pasado un tiempo (vete tú a saber cuánto; estoy en un sueño), agoto mis recursos empáticos y comienzo a empujar. El usted disculpe se convierte en una mirada inquisidora. Sigue lloviendo. Creo que incluso más aún que al salir de casa; diluvia. Siento mis zapatos, mis pies, encharcados, intentando salir a la superficie para abrirme paso entre la manada. Tomo aliento.
Reanudo mi carga. Ya no empujo; propino coces, pellizcos, cualquier método coercitivo que aligere mi marcha. Imposible ver el horizonte. Cuanto más avanzo, más espesa es la turba de homínidos. Una vez más debo tomar aliento. Una pausa. Intento escuchar las conversaciones contiguas sin éxito. Hablan. Más bien susurran. No entiendo muy bien qué dicen, pero hablan. Ninguno se mueve, ninguno lo intenta. Entonces caigo en la cuenta de que soy el único que tiene intención de acceder a la entrada del colegio. Lejos de mitigar mi paso, lo acelera; mi curiosidad aumenta. ¿Por qué no avanza la fila? Miro la hora. Es de día. Los colegios electorales cierran al anochecer, pienso.
No sabría decir cuánto tardé en arribar puerto, pero llegué. Por fin, la puerta del colegio aparece ante mí. Está abierta, pero no percibo a nadie en su interior. Miro al resto. Cada cual está en sus asuntos. Nadie demuestra interés por entrar y votar. Frunzo el ceño. Pregunto a un anciano: ¿qué sucede?, ¿por qué nadie entra a votar? El anciano se gira hacia mí, me mira intrigado y zanja mi dudas con la suya: No tengo ni idea. Nadie quiere entrar.
¡Cómo que nadie quiere entrar! El colegio está abierto. No hay cola. Debemos entrar. El anciano, resignado a mi retórica, concluye: ¿Por qué?
No puedo creerlo. Debo estar soñando, pienso. Observo de nuevo la puerta del colegio. Compruebo si realmente es este y no otro el que tengo asignado. Mi voluntad hace un amago de adentrarse en el colegio, pero mi cuerpo desiste, no se mueve. Lo intento de nuevo. Nada. No paso del umbral. Persisto. Mi mente le dice a mi pierna: muévete. Nada. Una vez más, otra, otra, una última. Inútil. Miro hacia atrás. Veo a la multitud agolpada a los pies del colegio. Yo soy uno de tantos. No sé porqué, pero no puedo votar.
Me despierto sudando y con dolor de cabeza. Miro a mi mujer, al otro lado de la cama. ¿Qué día es?, le pregunto. Pero ¿en qué mundo vives? -me recrimina-; 22 de mayo. Por cierto, hace un día horrible.
Ramón Besonías Román
«Replicando, a su vez, la discreta Penélope dijo:
ResponderEliminar"Son, no obstante, mi huésped, los sueños ambiguos y oscuros
y lo en ellos mostrado no todo se cumple en la vida,
pues sus tenues visiones se escapan por puertas diversas.
De marfil es la una, de cuerno la otra, y aquellos
que nos llegan pasando a través del marfil aserrado
nos engañan trayendo palabras que no se realizan;
los restantes, empero, que cruzan el cuerno pulido
se le cumplen de cierto al mortal que los ve [...]"».
Odisea 19, 559-67
¿Te das cuenta? Mi interpretación -más de maestro de pueblo que freudiana- es que tú el día 22 vas a votar y, llueva o no llueva, te tienes que mojar. Si te fías de los del atractivo colmillo marfileño (pero retorcido),con tan bonitas palabras en campaña electoral, ya sabes: te la pegan. Y el otro, seguro que te pega una "corná", mortal.
¡Qué dilema!
Es que ir en contra de uno mismo produce pesadillas, ¿o la pesadilla es querer y no poder?
ResponderEliminarBonito recorrido lleno de contradicciones, real como la vida misma.
Saludos.
Sueño y realidad se solapan. La distopía de una sociedad sin participación ciudadana es más real que onírica. Estos próximos comicios autonómicos y municipales se presentan bajo un tono emocional del escepticismo. Al cansancio e la indignación de la ciudadanía se suma la cantinela programática de nuestros políticos, el catecismo inmisericorde, la dialéctica ajena al latir de la gente, distante a los problemas reales. La saturación informativa, el bucle sin pausa de mítines y eslóganes panfletarios, la profusión de banderines sobre las aceras...
ResponderEliminarImaginemos por un instante un domingo en el que nadie fuera a votar en señal de protesta colectiva. Un nihilismo simbólico. Un mensaje, un bofetón a la clase política. Un reclamo. Un síntoma.
Ramón, lo malo es que en esos caladeros de los ríos nihilistas y revueltos, acuden a pescar los salvapatrias, los apocalípticos e incluso los que se autoproclaman "apolíticos" (como si ésa no fuera otra ideología), buscar su ganancia refranil. Es decir, nos quedamos dormidos y entonces la pesadilla se hace realidad. Pero bueno, si fuera posible el experimento, sería cuestión de probar, a ver qué pasaba.
ResponderEliminarAmigo, aquí hay debate (y tomate también)
Mis pretensiones son tan solo metafóricas. Un certificado emocional. Un pulso a la indiferencia.
ResponderEliminarNietzsche dixit: morir para seguir latiendo. Un masaje cardíaco.
He soñado que Sigmund Freud convertido en maestro de escuela hacía un comentario a esta entrada en el que tú, al final, te "mojabas" el día 22. Luego, me contestabas. Pero un fantasma llamado Blogger (qué buen nombre para un espectro) hacía desaparecer todo. Ahora no sé si de verdad era un sueño.
ResponderEliminarUn abrazo, Ramón "Calderón de la Barca"
Larguísima, por interesado, por motivado, el comentario que hice, pero los de Pyra Labs, los que gobiernan este asunto nuestro de las letras, decidieron ayer (ay malandrines) censurar el alcohol, quitar de la barra los libros y echarnos a patadas de este local nuestro en el que tan alegremente nos convidamos a palabras, a gestos de amigos creciendo, en fin, todo eso lindo y bonito con lo que no pudimos contar ayer. A lo que íbamos: te decía que Ramón era un Kafka doméstico. Lo somos, a nuestro pesar, con demasiada frecuencia. Pensaré el 22 en tu sueño cuando franquee la puerta del colegio electoral y pensaré en serio en la paradoja de que la realidad se obstine como se obstina en tu sueño en negarnos la posibilidad de atravesarla. Como ayer Blogger. La realidad, puesta en contra, qué és? Un sueño. Lo de ayer en la realidad digital fue un sueño de lo que puede pasar si un día el Hacker Máximo, no sé, un tipo depravado, un agente del mal contratado por el mismísimo príncipe de las tinieblas, analógicas o de las otras, decide mandarnos a todos al garete. Viva el Garete.
ResponderEliminarEl garito, Emilio, viva el garito. Mejor. Un garito a la deriva, errando por el ciberespacio, como en un sueño, en el que tocare (qué raro el futuro de subjuntivo) cada noche un "maldito", Miles Davis, Chet Baker...Un garito de Nueva Orleans, en un bateau à roue, navegando Mississipi arriba, con el timoner Mark Twain. Los de la barra al garito, mientras todo se va al garete, pot la ruta del blues. ¿No hablamos de sueños?
ResponderEliminarYo no sé si le jugué una broma a blogger o él me la jugó a mi, porque no había llegado a comentar tu entrada.
ResponderEliminarPor cierto, recuerdo que alguna vez me decías que no podías recordar tus sueños. Igual, espero que haya sido un sueño y no una premonición.